martes, 21 de abril de 2020

Toca escoger entre muertos y economía

El desconfinamiento costará contagios y vidas
Tiempo estimado de lectura: 3 minutos

Con un virus suelto y activo por ahí resulta tranquilizador escuchar esa bonita mentira de que es falsa la dicotomía entre salud y economía. Nos gusta escucharla porque niega que tengamos que escoger entre dos males, que es cosa siempre muy incómoda. Solo que, de falsa, nada. Es una elección terrible, inhumana, pero cierta.

El confinamiento salva vidas. Tan seguro como que mientras tanto nos arruina, nadie pone ninguna de esas dos cosas en duda: mientras frenamos la expansión del virus, frenamos la economía. Cada día que le ganamos al virus unas decenas de muertos para la siguiente quincena, destruimos la economía para los siguientes meses. Es justamente porque somos íntimamente conscientes de ello por lo que nos apuntamos a la fácil salida de negar lo evidente. Pero el virus está ahí; mata, y esa es la única razón por la que estamos encerrados en casa y tan hartos que el cansancio nos está haciendo evolucionar del #yomequedoencasa al #aversisalimosdeunavez.


El día en que bajemos de los 100 muertos diarios será una noticia estupenda

Acostumbrados ya a que cada día muera la misma gente que si se estrellase un avión lleno de pasajeros, consideramos una buena noticia que ya no sea un Jumbo, como pasaba hace semanas. El día, seguramente muy próximo, en que bajemos de los 100 muertos diarios nos va a parecer una noticia estupenda y lo peor es que, aunque espantosa, será realmente una buena noticia.

Por eso, como cada día tenemos “mejores noticias” hemos empezado a encontrar razones de peso para que salgan los niños, pues claro que sí, y vemos evidente que también se pueda salir en bici o a correr, o que los ancianos, tan castigados por el confinamiento, puedan tomar el sol un poco (todas estas actividades con las adecuadas precauciones, por supuesto).

Queremos normalidad, todos. Y queremos sobre todo que la economía empiece a andar de una vez. La incertidumbre y el miedo a ser más pobres nos abruman entre las cuatro paredes y con toda lógica aumentamos la presión para volver a salir. Tan evidentes y lógicas nos resultan estas deseadísimas medidas de desconfinamiento que su brillo parece que nos ciega ante la evidencia, esa sí que indiscutible, de que no estamos encerrados en casa por capricho, sino porque cada día mueren miles de personas en todo el mundo.

No nos gusta reconocer que el desconfinamiento, por cuidadoso que sea, costará contagios y vidas. Vidas que se salvarían si nos quedásemos más tiempo en casa: que los niños salgan costará vidas, puede que pocas, pero más que si no lo hicieran, que salgamos a correr supondrá más muertos que si nos quedásemos en casa. Nunca sabremos cuánta gente enfermará y cuánta morirá porque retomemos la actividad cotidiana en calles y plazas pero todos sabemos que habrá muertos adicionales. Hay que salir, pero sin engañarnos pensando que regresar a la vida “normal” y a la actividad económica, no tendrá consecuencias.


Toca a nuestros gobernantes asumir la ingrata tarea de decidir

Parada la curva estadística, que no mata, ahora toca a nuestros gobernantes asumir la ingrata tarea de decidir qué hacer mientras sigue la descendente pero larga cola de la pandemia real, que sí mata y que seguirá matando. Volver a la normalidad más o menos rápido es su decisión, mantener la economía parada más tiempo, con riesgo de ruina, también lo es. Cuando volvamos a la calle, el virus seguirá ahí, esperándonos. Por mucho cuidado que pongamos en la vida (que ya veremos si es así o no) la normalidad traerá su porcentaje de muertos adicionales. Nos guste o no.

Del mismo modo que los generales en una guerra estiman el número de bajas, como es su obligación, antes de decidir a quién mandarán a la muerte primero, a los gobernantes civiles de hoy les toca escoger entre muertos y economía. Una decisión pavorosa, sin duda, pero no hay otra. Y los demás, los que afortunadamente no tenemos que decidir cosa semejante, esperamos que ellos sí lo hagan. Para eso los elegimos, para que decidiesen.

domingo, 12 de abril de 2020

Nos molan las fakes.


Tiempo estimado de lectura: 3 minutos

Si quiere usted convertirse en un joderrollos solo tiene que subir a sus grupos de whatsapp los desmentidos de todos esos escándalos estupendos que suelen correr por las redes. Hay páginas como Maldito Bulo, donde los encontrará.

Hágalo y verá cómo el silencio (…cri, cri, cri…) acompaña a su aportación, en contraste con los animados comentarios y reenvíos que concitó en su momento el bulo ahora rebatido. Si por hacerlo cree que sus amigos piensan de usted que es un gilipollas, engreído y sabelotodo, está en lo cierto; es lo que están pensando. De ahí el silencio.

Por supuesto que hay auténticos profesionales de encontrar y rebotar fakes, la mayoría de las veces acompañados de apremiantes mensajes del tipo “¡compártelo antes de que lo eliminen!”. Divertidos, son los que aportan dinamismo a la trola y al engaño y -no le quepa duda- ellos sí que son populares. Incluso habrá visto que personas que se muestran cabales en su vida cotidiana, cuando están frente la pantalla del móvil se animan a compartir noticias increíbles que apestan a bulo. El “yo, por si acaso” es la justificación preferida que creen que les libra de quedar como idiotas crédulos pero que, sin que se den cuenta, lo coloca inevitablemente en el pelotón de quienes renuncian a pensar.

Saltar a cada instante de una cosa a otra nos impide reflexionar sobre ninguna

Puede que ese sea el problema. En su libro “Qué está haciendo internet con nuestras mentes” Nicholas Carr habla de cómo la inundación de información y su aceleración constante nos impide digerir lo leído, nos obliga a saltar a cada instante de una cosa a otra sin posibilidades de reflexionar sobre ninguna, convirtiéndonos en seres acelerados pero superficiales y manipulables. El dedo de compartir siempre es más rápido que el cerebro de pensar.

Leo en la edición de pago de El Correo de Bilbao una entrevista con el filósofo José Antonio Marina, en la que denuncia que “hay una especie de aceptación implícita: no me importa que me engañes con tal de que me des algo a cambio, sea diversión, halagos, premios…”. En efecto, mientras los bulos remuneran a quien los difunde haciéndolo parecer ante sus círculos como más inteligente, critico o enterado, la verdad castiga a los suyos con el silencio o incluso con el desprecio social. El novísimo concepto de la “verdad alternativa” no es ninguna broma sino un invento peligroso porque permite que la mentira sea incluso reivindicada y que el bulero mantenga intacto el prestigio social.

La palabra “gratis” se ha hecho muy poderosa

Y en medio de esa tormenta, los periódicos pretenden que la gente les pague por información veraz, contrastada y trabajada por profesionales. El intento es loable y decisivo para el futuro porque sin una prensa seria, no la de panfleto, será imposible que sobreviva la democracia misma. Pero la travesía se presenta muy difícil. 

La aceleración informativa ha requerido que nuestra atención y nuestro tiempo se dediquen a la búsqueda rápida de la última banalidad y no a la reflexión pausada sobre lo cierto. Además, la palabra “gratis” se ha hecho muy poderosa; los propios medios la han fortalecido durante todo este tiempo y, por si fuera poco, la prisa ha rebajado nuestra exigencia y del mismo modo que pocos irían a comer a restaurantes si las hamburguesas con patatas fuesen gratis, los grandes medios van a tener dificultades para que sus muros de pago funcionen. 

Yo, por mi parte, ya han visto que pago por alguno de los medios que leo a diario y seguramente pagaré por algunos más. No solo porque creo en la profesión del periodismo sino porque, como todos mis círculos saben, aunque no me lo digan, soy un gilipollas, engreído y sabelotodo.


martes, 7 de abril de 2020

Auguro que vendrán los liberales, cual torna la cigüeña al campanario

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Antonio Machado
El secretario de Economía del PP, Daniel Lacalle, un destacado economista liberal, respondió el pasado 17 de marzo con gran agilidad y presteza a las primeras medidas económicas del Gobierno, diciendo que las decisiones de apoyo a los ERTES, los 200.000 millones previstos para ayudas y las demás decisiones solo eran "gasto y pequeños parches", y que olvidaban a los autónomos. No ha vuelto a hablar.

Ignoro si le mandaron callar o calló él sólo, espantado ante las exigencias intervencionistas de su partido que han venido después y en las que reclama cada día más dinero, más gasto público y más ayudas económicas para todos, especialmente para nosotros, los autónomos. El PP exige, además, que todo ese gasto adicional vaya acompañado, faltaría más, de la supresión de casi todos los impuestos. No me extraña que, siendo Lacalle economista, se mantenga en silencio.

En España, por cierto, hemos descubierto que apenas hay empresas, ni trabajadores, que solo estamos los autónomos. Bueno, nosotros y esa pobre clase media que gana más de 140.000 euros al año, con la que compartimos a medias el odio fiscal que a ambos colectivos nos tiene este Gobierno.

Los autónomos nos hemos convertido en la excusa para criticar cualquier decisión económica


Los autónomos nos hemos convertido en la excusa inapelable para criticar cualquier decisión económica que pueda tomarse. Estando nosotros ahí -sufrientes- ¿cómo es posible que alguien hable de otra cosa? Si una decisión no nos beneficia ¿para qué sirve, entonces? Los autónomos somos los nuevos menesterosos a proteger, como aquellos niños desvalidos de vientres hinchados y piernas famélicas o como los chinitos para los que se recogía papel de plata en mi infancia. Papel con el que, por cierto, los chinos adultos de hoy envuelven las mascarillas que nos venden al precio de la plata misma, tal y como establece la muy liberal ley de la oferta y la demanda que el Partido Comunista Chino ha adoptado con la fruición del converso.

Dicen, y dicen bien, que toda esta crisis pasará y seguro que así va a ser, pero de lo que no estoy tan convencido es de que con su final vayan a venir todos esos cambios estupendos que se anuncian. Quizás porque recuerdo todavía las declaraciones que en plena crisis de 2008 se hacían por parte de los más altos y prestigiosos pensadores de la economía de que todo iba a cambiar y que aquello iba a ser la refundación del capitalismo. Por supuesto que nada de eso pasó, la prioridad siguieron siendo los beneficios al precio que fuese (sobre todo porque ese precio siempre lo pagan otros) y la globalización trajo un nuevo capitalismo que recordaba vivamente al de siempre. Lo que sí se vino abajo fueron los derechos laborales y las empresas que en lugar de hacer enjuagues financieros por el mundo global, se dedicaban a producir bienes tangibles y otras horteradas parecidas. A quién se le ocurre perder el tiempo y el dinero fabricando mascarillas o respiradores ¡alma de Dios!

Estamos ante una situación excepcional que ha puesto en evidencia los límites de un hiperliberalismo mundial que ha descapitalizado a las sociedades hasta de lo más básico para su propia salud y que ha fragilizado las cadenas de suministro, ahora dependientes de países lejanos, imprevisibles, incontrolables pero, eso sí, baratos.

Volveremos a escuchar que la sanidad pública es un derroche y que las ayudas crean pobres


Cuando todo esto pase volverán los liberales, lo harán sin pudor, con la naturalidad de las cigüeñas, como pronosticaba el hombre del casino provinciano de Antonio Machado. Volveremos a escuchar que la sanidad pública es un derroche, que las ayudas a la dependencia crean pobres, que la libre competencia es mano de santo (siempre que cuente con la ayuda de algún plan renove o de algún rescate público -qué menos-) y que el dinero donde mejor está no es en los hospitales públicos sino en el bolsillo de los ciudadanos, siempre que estos no sean policías ni guardias, ni médicos, ni auxiliares, ni enfermeros, ni gerocultores, ni basureros, ni camioneros, ni riders, ni siquiera investigadores universitarios. Que el dinero debe estar en los bolsillos de las clases medias, de las de a 140.000 euros anuales, para arriba, que es la verdadera gente que cuenta. Todo eso llegará cuando dejemos de aplaudir en los balcones, seguro. No le quepa duda.

Debo confesar que mientras tecleaba el texto me invadía un cierto desasosiego porque tengo un gran aprecio por los liberales de verdad (conozco pocos, pero sí algunos) a los que respeto incomparablemente más que a los conservadores que les han parasitado el nombre al carecer ellos de ideología propia que enseñar. Por eso nunca utilizo el término neoliberal, porque quienes así se hacen llamar habitualmente no son más que conservadores malamente embozados, que odian toda libertad que no sea la del dinero, y ni siquiera la de todo el dinero sino solo la del suyo propio para el que reclaman siempre el apoyo del Estado. Pero eso da para otro artículo.




jueves, 2 de abril de 2020

Maldito seas hoy por hacer lo que ayer te exigí

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Las 4 dificultades de la derecha española para posicionarse respecto al coronavirus


Uno de los memes más inteligentes de los cientos que he recibido durante mi encierro es uno que se preguntaba: “Cómo hemos llegado a esta situación en España teniendo 47 millones de especialistas en pandemias”.

En mitad de la innegable y seguramente inevitable improvisación con la que el Gobierno de España está afrontando los primeros y más urgentes problemas del Covid-19, las opiniones no científicas procuran ganar notoriedad compitiendo en rotundidad y en indignación, ya que no pueden hacerlo apoyándose en datos y conocimiento. Tampoco importa tanto, la verdad; ahora la prioridad es estar en el candelero y en las redes y para ello es preciso mantener viva la crítica, apoyándose en lo que sea. Todo vale para alimentar y alimentarse de la natural reacción, mezcla de enfado y miedo, que todos compartimos.

Tanta pasión por presentarse públicamente a grandes voces como expertos tiene, no obstante, cierto peligro. Porque la situación evoluciona con asombrosa rapidez y para mantener la tensión y el protagonismo justiciero es preciso a veces indignarse hoy exactamente por lo mismo que ayer exigíamos. Así vemos con asombro que en los reproches públicos sobre el coronavirus lo que se tildaba de insuficiente y lento pasa a ser excesivo y precipitado en el momento mismo en que se corrige.

Quienes antes del 15 de marzo reprochaban la tardanza del Gobierno en hacerse con el mando único de la sanidad en toda España para evitar así el aparente horror de las 18 sanidades diferentes (17 autonómicas y una militar) critican ahora que no se deje actuar por su cuenta a las comunidades autónomas, alegando, con cierta razón y sin pizca de memoria, que aquellas tenían estructuras más ágiles para la compra de material sanitario, acostumbradas como estaban a hacerlo durante décadas, al contrario que el Gobierno de la Nación, que se estrena ahora.

El pasado 23 de marzo el presidente de Murcia, el popular Fernando López Miras, exigía el cierre total de todas las actividades económicas no esenciales en su comunidad autónoma para frenar la expansión del coronavirus. El Gobierno de Sánchez lo desautorizó, pero su líder nacional, Pablo Casado, lo apoyó lealmente diciendo que se trataba de una petición “sensata”, recalcando que en esta crisis era mejor que se "peque por exceso" porque "es mejor prevenir que tener que curar". Ahora que el Gobierno de Sánchez ha hecho justamente eso tan “sensato”, Casado ha mostrado su indignación y ha manifestado que votará en contra de la convalidación de este Decreto porque paralizar el país tendrá un impacto enorme sobre las empresas. Incluso ha manifestado su sospecha de que se trate de una estrategia bolivariana de nacionalización del tejido productivo.

La verdad es que a la derecha española se la ve estos días particularmente inquieta. Es consciente de que está ante una oportunidad insuperable para cargarse de razones con las que criticar y, en su caso, echar a Sánchez del Gobierno, pero, precisamente por su enormidad, el problema de la pandemia es muy difícil de manejar políticamente. El PP tiene que enfrentarse, entre otros, a estos 4 incómodos obstáculos.

1.- Respecto al discurso, ha de encontrar un difícil equilibrio entre la denuncia mas dura posible contra la que sería ineptitud gubernamental y presentarse como los que sí sabrían qué hacer, pero evitando que tal actitud se perciba como antipatriótica en momentos tan duros. Arriesgar el valor del patriotismo, que nuestra derecha siente como algo tan propio y exclusivo sería impensable.

2.- Otra dificultad tiene que ver con la escasez de oportunidades. Con las Cortes cerradas y los medios atentos a la dichosa curva, la derecha ha de buscar otras ventanas desde las que pueda reprochar visiblemente al Gobierno. De momento hace ruedas de prensa pseudo-gubernamentales y cuenta con la prensa más entregada. Lo malo es que ahí encuentra poco hueco y solo el de los ya muy entregados a la causa, mientras la mayoría estamos preocupados por las cosas de verdad.

3.- Luego está la competencia entre las derechas. Con la particularidad de que Vox gana y ganará siempre al PP la carrera de la ira porque no ha que cargar con el peso de que lo que diga tenga que ser cierto. Le basta con que suene radical, como lo son son las últimas ideas de ceder el poder a los militares o la de que suprimiendo las autonomías sobraría dinero para pagarnos a todos la nómina que no vayamos a cobrar. Una propuesta sin duda invencible.

4.- La cuarta dificultad es la prisa. La idea de que tenemos un Gobierno inútil necesita instalarse firme y rápidamente, no sea que otros países se vean pronto en la misma o parecida situación que España e Italia y que lo que ahora puede pasar por torpeza e improvisación hispanas se empiece a ver como afortunada y prudente anticipación ante lo que se venía.

La crítica al poder es estupenda porque nos salva de cualquier responsabilidad. Siempre es culpable el otro y, como todo el mundo sabe, encontrado el culpable, se acabo la rabia, o el coronavirus, que es más o menos lo mismo a estos efectos. Lo malo de hacer apuestas tan ruidosas es que la gente no es tonta, la sociedad también evoluciona y va integrando nuevos conceptos, entre ellos el del “cuñao”, que es el que antiguamente llamábamos el “enterao”, solo que el de ahora es más engreído, insistente y sin una gota del poquito prestigio que aún atesoraba el viejo mote.