domingo, 1 de mayo de 2011

Una sociedad lesionada

Depresión. Vincent Van Gogh

Los vascos hemos convivido tantas décadas con la violencia que ésta ha tenido tiempo de lograr muchos más efectos que los que pretendía. De hecho no ha logrado ninguno de los objetivos que buscaba y seguramente la gran dificultad que encuentran sus partidarios para aceptar la desaparición del terrorismo totalitario sea reconocer que su fracaso ha sido tan incuestionable como caro. Pero que no haya conseguido sus metas totalitarias no quiere decir que la acción constante e insidiosa del terrorismo no haya tenido otras consecuencias.

Ayer en un acto en el teatro Campos Elíseos de Bilbao, Txiki Benegas recordó que en los tiempos más duros de su vida, cuando cada año 80 personas eran asesinadas por ETA, llegó a sentir vergüenza. Vergüenza de un pueblo vasco en cuyo nombre se cometían tales horrores y que miraba para otro lado, disimulaba o aplaudía a los asesinos. El miedo es una emoción primaria perfectamente eficaz para sacar de cada uno de nosotros lo más inhumano que nos queda de cuando aún no éramos personas. La fijación social del miedo ha sido una de las peores lesiones que nos han impuesto tantas décadas de terror.

Miedo que generó pasividad y desapego hacia las víctimas y hacia nuestra propia libertad. Actitudes éstas, innobles que casaban muy mal con la imagen de país pionero de las libertades y modelo de modernidad (y con tan buena gastronomía) que tanto nos gustaba contarnos a nosotros mismos y a los demás. Recuerdo un personaje de la película 1,2,3 de Billy Wilder, que al preguntarle qué hacía cuando los nazis gobernaban su país contesta “yo trabajaba en el metro y ahí abajo no nos enterábamos de nada”. Algo así nos ha pasado también en este país, que el miedo obligó a demasiada gente a buscarse un subterráneo íntimo en el que poder pasar sin enterarse de nada.

El terrorismo no logró su objetivo: el poder, pero consiguió muchos de los efectos secundarios que la violencia causa, especialmente en una sociedad pequeña como es la nuestra.

Y tenemos ya tantas ganas de que piten el final de este partido infernal que no nos damos cuenta de cuántas lesiones llevamos acumuladas, de cuántos dolores sociales tiene esta sociedad y de qué contracturas y heridas nos impedirán desenvolvernos con agilidad aun cuando alcancemos la paz. Ahora que todo parece que puede terminar, con la calma sin duda aflorarán dolores que a mi generación tal vez le duren para siempre.

Faltan unas horas, quizás minutos, para que se sepa lo que el Tribunal Supremo decidirá sobre la coalición que la izquierda abertzale ha tejido con las hilachas de EA para ver de volver a la política en estas próximas elecciones. No sé lo que decidirán los jueces (casi nunca se sabe) pero sí sé que pase lo que pase la sociedad vasca no va a poder aceptarlo con normalidad. La desconfianza es otro de esos efectos secundarios, otra zona lesionada que nos queda a los vascos después de tanta muerte y de la que no nos vamos a curar de hoy para mañana.

Somos muchos y muy distintos los que tenemos ganas, muchas ganas, de que la violencia termine, de que nadie amenace a nadie, de que todo el mundo pueda ir en libertad a decir lo que quiera en la calle, en el Parlamento y en las elecciones, pero no puedo ignorar que las cosas no serán tan fáciles como el pitido final de un partido. Hay que recomponer muchas cosas y la rehabilitación social sospecho que es igual o más dura que la que requieren las lesiones físicas. Al menos estamos empezando a respirar más hondo; por ahí se empieza.

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