La última que nos ha llegado ha sido de finlandeses. Aunque iban bien pintados de azul y blanco enseguida se notaba que no eran de la Real, nada más había que verles, tan altos, tan rubios y sin una sola palestina al cuello.
Para acogerlos hubo que barrer apresuradamente los feos residuos de la también muy multitudinaria Aste Nagusia y -como bien se dijo- cambiar los vasos de plástico por otros de cristal.
Estos días hemos tenido a unos tipos tirándose del puente de la Salve en honor a una compañía de bebidas de esas que dicen que suben la adrenalina. Seguro que sí. Todo lo contrario de lo que pasaba con los pausados reflexivos, y quizás hasta un poquito desesperantes, grandes maestros de ajedrez que también han estado esta semana por la villa con sus cuidados movimientos y sus relojes dobles. Por si fuera poco, el sábado supimos que también vendrá a Bilbao la Eurocopa 2020.
Como las auténticas mareas de la ría ya no traen barcos o gabarras hasta el Arenal, nuestras instituciones andan esforzándose en crear otras crecidas que, como las de antaño, nos reporten riqueza, movimiento, compras y pernoctaciones. Nada que objetar a esta meritoria pasión institucional por convertir la ciudad en un punto de atracción para lo que sea, aunque a veces llegue a parecer que el honor mismo de esta noble villa residiese en el porcentaje de ocupación de sus hoteles.
Lo malo es que contra ese loable esfuerzo trabajan otras mareas, menos visibles, pero que estropean el resultado que con tanto ahínco se persigue. Bilbao es una ciudad más limpia, más habitable, más bonita, incluso más tranquila. Pero no es una ciudad joven, como sí fuimos cuando respirábamos humo y hollín. No somos una urbe pujante que rompe sus costuras sin orden ni cuidado, como pasaba en los barrios hoy rehabilitados. Las novedades llegan ahora de la mano del erario público, y bien está que lleguen, pero no encuentran una sociedad que responda con ímpetu y pasión, sino que lo hacemos con la actitud complaciente del buen vecino que, entrado en años, no es partidario del caos ni del ruido sino de ese confortable orden tan propio de las ciudades medianas.
Cuando se encadenan varios festivos el saldo entre las dos mareas, la de visitantes que llegan y la de locales que abandonan la ciudad resulta negativo. Y lo notan sobre todo los hosteleros y comerciantes que se animan heroicamente a abrir, incitados por el Ayuntamiento, reprochados por los sindicatos pero, sobre todo, abandonados por una clientela ausente. La marea de la crisis afecta a todos pero muy especialmente a los que por edad y libertad eran más de gastar con alegría y algún desorden.
Para levantar cabeza vamos a necesitar más prosperidad interna, un poco más de población y seguramente más desbarajuste. Habrá que ponerse a ello porque está visto que no vamos a poder confiarlo todo a las mareas.
El artículo se publicó en "el diario norte.es" el 21 de setiembre de 2014
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