Hay quien cree que las pirámides de Egipto y de Mesoamérica son obra de extraterrestres, simplemente porque no imaginan que un pueblo no europeo-blanco fuese capaz de tales obras. Es el mismo eurocentrismo de quienes creen ingenuamente que impedir una guerra es pan comido para las “potencias occidentales”, que basta con que llegue un comandante de la ONU y mande a parar.
El asombroso complejo de creernos estrellas rutilantes en un mundo de actores secundarios y extras nos obliga al agotador trabajo de convertirnos en protagonistas indiscutibles de todo lo que pase en el mundo, del que seríamos siempre el centro, tanto de lo poco bueno como, sobre todo, de lo mucho malo.
Así que cada vez que alguien en cualquier país inicia una guerra o comete una atrocidad, como la ablación femenina, la ejecución de prisioneros, la destrucción de Palmira, la exterminación de una etnia rival o la lapidación de adúlteras, la primera preocupación de la opinión pública occidental es buscar una explicación para que seamos nosotros quienes tengamos la culpa de todo ello. Solo entonces descansamos.
Necesitamos la confirmación de que, como siempre, es nuestra influencia satánica –pero nuestra y de nadie más- la que ha llevado al horror a esos “buenos salvajes rousseaunianos”, que nos rodearían y cuya infantil y benéfica humanidad sólo puede torcerse forzada por nosotros.
Lo indudable es que para hacer una guerra, como la que asola Siria y como cualquiera de las que el ser humano viene haciendo desde que lo es, hacen falta tres cosas: un motivo de odio (que es algo que sobra por todo el mundo), gente dispuesta a matar por ese motivo (que tampoco suele faltar) y muchísimo dinero (que es lo más difícil de conseguir). Por eso las guerras suelen hacerlas los Estados, que son los que disponen de medios económicos para meterse en tan crueles pero rentables aventuras.
En la actualidad esto ha cambiado un poco porque si uno tiene la suerte (y sus vecinos la desgracia) de tener acceso a algún producto con gran demanda en el mercado internacional, puede conseguir el dinero que necesita para mantener un ejército con el que machacar a sus enemigos y hacerse con el poder.
Resulta horrible saber que es nuestra demanda de petróleo, oro, gas, pesca, coltán, cocaína, etc. lo que financia las guerras y otros conflictos que tanto nos escandalizan, pero de ahí a pensar que es el motivo que las provoca hay un tramo que solo se puede recorrer por la senda del engreimiento, de la creencia de que los occidentales tenemos que ser el ombligo de todo y que el resto de la humanidad se mantendría en un estadio de inmadurez subordinado a nuestra voluntad, maligna por supuesto, pero la única adulta. Así lo describía Jon Stuart Mill hace siglo y medio:
Es muy difícil que haya una guerra si alguien no la paga, cierto, pero es imposible que exista si los contendientes carecieran del odio, el fanatismo y la inhumanidad que hacen falta para sacarle las tripas al vecino o rebanarle el cuello a un prisionero, aunque el cuchillo se haya fabricado en Eibar o la cámara con que se grabe el vídeo venga de Taiwán.
El dinero de las zonas oscuras de occidente ayuda a financiar guerras, sin duda, pero sin las ideologías agresivas y la codicia de los contendientes tampoco las habría. Los asesinos, fanáticos y genocidas pueden ser todo eso pero no son tontos. Creerlo no deja de ser una prolongación de la mentalidad colonial de los europeos hacia el resto del mundo, por muy disfrazada de buena voluntad y de progresismo que se nos presente.
Tal vez ese complejo de superioridad sea nuestro modo de manejar la desazón que nos causa un mundo tan lleno de maldad inabarcable. Por eso preferiríamos pensar que todo el mal está en nosotros. Al menos así mantenemos la esperanza de que tal vez un día pudiéramos remediarlo. La realidad es mucho peor y ya la describía bien el gran José Sazatornil: “¡Esto es un Sindiós!”.
Publicado en eldiarionorte.es el 7 de setiembre de 2015
Lo indudable es que para hacer una guerra, como la que asola Siria y como cualquiera de las que el ser humano viene haciendo desde que lo es, hacen falta tres cosas: un motivo de odio (que es algo que sobra por todo el mundo), gente dispuesta a matar por ese motivo (que tampoco suele faltar) y muchísimo dinero (que es lo más difícil de conseguir). Por eso las guerras suelen hacerlas los Estados, que son los que disponen de medios económicos para meterse en tan crueles pero rentables aventuras.
En la actualidad esto ha cambiado un poco porque si uno tiene la suerte (y sus vecinos la desgracia) de tener acceso a algún producto con gran demanda en el mercado internacional, puede conseguir el dinero que necesita para mantener un ejército con el que machacar a sus enemigos y hacerse con el poder.
Resulta horrible saber que es nuestra demanda de petróleo, oro, gas, pesca, coltán, cocaína, etc. lo que financia las guerras y otros conflictos que tanto nos escandalizan, pero de ahí a pensar que es el motivo que las provoca hay un tramo que solo se puede recorrer por la senda del engreimiento, de la creencia de que los occidentales tenemos que ser el ombligo de todo y que el resto de la humanidad se mantendría en un estadio de inmadurez subordinado a nuestra voluntad, maligna por supuesto, pero la única adulta. Así lo describía Jon Stuart Mill hace siglo y medio:
¡Tela! Eso lo escribía uno de los grandes pensadores de la libertad humana. Eso sí, en su tiempo. Lo malo es que sigamos pensando así en 2015. Y aún peor, que lo hagamos arropados en una supuesta modernidad tan estupenda y liberadora.
“Los que están todavía en una situación que exige sean cuidados por otros deben ser protegidos contra sus propios actos, tanto como contra los daños exteriores. Por la misma razón podemos prescindir de considerar aquellos estados atrasados de la sociedad en los que la misma raza puede ser considerada como en su minoría de edad”
Es muy difícil que haya una guerra si alguien no la paga, cierto, pero es imposible que exista si los contendientes carecieran del odio, el fanatismo y la inhumanidad que hacen falta para sacarle las tripas al vecino o rebanarle el cuello a un prisionero, aunque el cuchillo se haya fabricado en Eibar o la cámara con que se grabe el vídeo venga de Taiwán.
El dinero de las zonas oscuras de occidente ayuda a financiar guerras, sin duda, pero sin las ideologías agresivas y la codicia de los contendientes tampoco las habría. Los asesinos, fanáticos y genocidas pueden ser todo eso pero no son tontos. Creerlo no deja de ser una prolongación de la mentalidad colonial de los europeos hacia el resto del mundo, por muy disfrazada de buena voluntad y de progresismo que se nos presente.
Tal vez ese complejo de superioridad sea nuestro modo de manejar la desazón que nos causa un mundo tan lleno de maldad inabarcable. Por eso preferiríamos pensar que todo el mal está en nosotros. Al menos así mantenemos la esperanza de que tal vez un día pudiéramos remediarlo. La realidad es mucho peor y ya la describía bien el gran José Sazatornil: “¡Esto es un Sindiós!”.
Publicado en eldiarionorte.es el 7 de setiembre de 2015
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