miércoles, 20 de enero de 2016

Las marcas no negocian


Anuncios de prensa y TV, carteles, vallas, folletos en el buzón, luminosos en los edificios, webs, cuñas de radio, series patrocinadas, banners en los medios digitales como este, siluetas de cartón en la farmacia y en la tienda, llamadas telefónicas que preguntan por el Sr. Gorostiza, muchas gracias Sr. Gorostiza…sí Sr. Gorostiza, disculpe Sr. Gorostiza. ¡Parece una guerra! Y probablemente lo es.

En una sociedad tan abrumadoramente activa en comunicación lo normal es que haya buenos profesionales del marketing. Y los hay. Y también es normal que a ellos recurra todo aquel que quiera ser visto en medio de esa barahúnda de ruido.

Hace mucho que los paños no se venden en el arca, por buenos que sean. Por el contrario hay que airearlos, darles “visibilidad” determinar un “posicionamiento” correcto del producto y de la marca para así colocarlos en la “Short List” del “Target” con un buen “Storytelling”.

Vivimos sumergidos en una constante tormenta de mensajes que tratan de captar nuestra atención para después llevar nuestra voluntad a comprar, cambiar, contratar, adquirir, invertir, gastar, ahorrar…y, por supuesto, también a votar.

Los partidos políticos compiten como unas marcas más en el saturado campo de batalla de la atención y los sentimientos de los consumidores. Y para hacerlo necesitan generales expertos. Son éstos quienes se hacen con la dirección de las campañas y aplican allí toda su experiencia y conocimiento. Y la mayoría de las veces lo hacen muy bien.

Mientras dura la batalla todo va como la seda, incluso es entretenido. El problema viene cuando al final se hace presente y abrumadora la diferencia entre la batalla comercial y la política. Que es una diferencia enorme, inmensa, profunda, sideral.

En la guerra comercial el final es simple. Escandalosamente simple: todo el estruendo era para que usted tomase la decisión de comprar esto y no aquello. Cuando el lector láser del código de barras de la caja emite el pitido todo ha terminado, al menos hasta el siguiente acto de compra.

En la política pasa todo lo contrario, que cuando usted emite su voto es cuando empieza “la cosa”. La cosa esa de gobernar. Es entonces cuando toda la estrategia de convertir a los partidos en eficientes, ágiles, dinámicas pero simples marcas se convierte en una trampa. Una doble trampa, primero para sus propios dirigentes, que no han ofrecido un sentimiento o una idea de cómo afrontar las dificultades sino un producto concreto y cerrado, que algunos llaman “programa” y que iba a aportar “la solución”.

Por su parte los ciudadanos, muy acostumbrados a ejercer como consumidores, exigen que lo que se les ofreció se haga y se haga ya, que para eso han votado. ¿Dificultades?¿qué dificultades? Nadie me habló de dificultades. Exigen la garantía y se sienten engañados. Y con razón. Confunden el programa con el de un crucero por el Mediterráneo y se quejan de la comida, de la orquesta, de las sábanas y por supuesto de la tormenta que agita el barco y de la que nadie les previno. Y es lógico que lo hagan, que defiendan lo que compraron y que no se muestren dispuestos a aceptar “componendas” (infame término).

Por si fuera poco, después de haber convertido durante la campaña al adversario en enemigo irreconciliable y secular, merecedor de la desaparición inmediata, crisol de todos los males, a ver quién es el guapo que se anima a encabezar la traición a tan elevadísimos ideales y a las exigencias que eran innegociables hace unas semanas.

El marketing nació para el mercado y aunque la política tiene algo de mercado (persa incluso) hay que tener cuidado y entender la gran diferencia entre marcas y partidos políticos y es que mientras las primeras jamás se ven obligadas a negociar (son sancionadas si les pillan) el acuerdo, la renuncia y la concesión son justamente lo que constituye la esencia misma de la política. Las marcas no negocian pero los partidos están obligados a hacerlo. Hoy y siempre.

Me temo que en primavera tendremos oportunidad de ver si hemos aprendido algo esta vez o si vuelve la burra a los mismos trigos.

Publicado el 20 de enero de 2016 en el diario norte.es

3 comentarios:

asdemiera dijo...

Exceelente Carlos; nos haces pensar y nos iluminas ¿que más de puede pedir?
Gracis Carlos y cuentanso ahora la segunda parte de este post ¿que est´pasando en el meercado?

Rafael Iturriaga dijo...

Como de costumbre, inteligente y lleno de sentido moral. No se le puede poner un pero, si es caso, continuar la reflexión. ¿Hasta qué punto los ciudadanos (consumidores o votantes) son inocentes?
Hay una parte de la población que, desgraciadamente, no ha alcanzado un nivel de cultura suficiente y en efecto, sucumbe ante el marketing más pedestre. Vicente va donde va la gente y es pasto de todo tipo de vendedores de crecepelos, videntes y de demagogos.
¡Qué le vamos a hacer!... La pedagogía social se consideraba el papel de las élites intelectuales pero hoy las universidades se vuelcan en el “business y un profesor que da clases (o conferencias) está peor valorado que un profesor que no pisa un aula porque, se supone, “está investigando” en algún ente público-privado- lucrativo.
Esto hace más de agradecer que personas como tú, mantengan tribunas accesibles de reflexión y cultura política y nos ayuden a ser mejores ciudadanos.
Pero hablemos de otro sector, mayoritario sin duda. Le llamaremos “gente corriente”. Tampoco podríamos considerarlos intelectuales, aun cuando tengan estudios y una capacitación mental y profesional. En el mejor de los casos son tecnólogos de lo suyo pero son unos perfectos “idiotas”. Y entiéndase lo de “idiotas” en el sentido que le daban los atenienses clásicos, la de “aquél que solamente se preocupa de sus cosas”.
La gente corriente se considera más decente, más buena y más lista que los demás y especialmente, más que aquéllos de los que los medios airean (y amplifican hasta la caricatura) sus miserias. Sean los amores, desamores, enfermedades u otras desgracias o sean las miserias públicas de abusos, corrupciones, estupideces, etc.
Ante tal retablo de los horrores, la gente corriente se siente justificada y limpia de sus pecados. La televisión imparte un moderno sacramento penitencial: nos muestra a otros que son mucho peores lo que nos permite, casi nos justifica, ser “un poco malos”, un poco defraudadores, un poco chorizos, un poco violentos.
Las buenas gentes que metían su dinero en inversiones en sellos que ofrecían rentabilidades muy por encima de lo normal, cuando les explotó en la cara el tenderete no se preguntaron cómo pudieron ser tan avariciosas. Lo que preguntaban era qué pensaba hacer el Gobierno para devolverles su dinero. Algo así, salvando las distancias, ha ocurrido con otros procesos especulativos, desde las preferentes bancarias hasta las compras de pisos sobre plano (para revender con suculentos beneficios una vez construidos) etc.
Todas estas buenas personas no eran, en gran medida, pobres incapacitadas o excesivamente incultas, no. Eran, simplemente, “espabilados”. De medio pelo, cierto es, pero “espabis”.
En el mercado electoral creo que ocurre algo parecido. Hay gente que verdaderamente no es capaz de discernir y se deja llevar por cualquier señuelo y por cualquier promesa, o por una cara bonita o, todavía peor, por “un famoso/a”. Es más, las cúpulas de los partidos con frecuencia “fichan” a candidatos/as por semejantes motivos. Pero, siguiendo el razonamiento, creo que cuando las personas votan, de entre el piélago de siglas y papeletas, distinguen con rapidez el voto que se acomoda mejor a sus intereses y… ¿por qué no decirlo? a sus manías. La gente vota machaconamente a “los suyos”.
La gente corriente dice unas cosas pero hace (vota) otras más o menos distintas. La gente dice lo que cree que le hace quedar mejor frente al público que sea en cada momento… compañeros de trabajo; parroquianos del bar; familia, etc. pero luego, en la intimidad, vota lo que cree que le vendrá mejor. ¿A España?... No, a él/ella.
No olvidemos la angustiosa cuestión que puso descarnadamente de manifiesto Hanna Arendt. ¿Cómo pudo ocurrir en Alemania lo que ocurrió?... ¿Por qué todos eran nazis? En absoluto. Pero a todos les venía bien… por lo menos callar y mirar para otro lado. De lo que pasó en Euskadi con ETA, mejor lo dejamos para otra ocasión.
Abrazos.

Carlos Gorostiza dijo...

Bueno, algún "pero" ya se le podrá poner, digo...pero tal vez tengas razón en que es cuando los valores pierden importancia cuando todo se confunde.
Eso sí, eso que que yo contribuya a hacer mejores ciudadanos es una exageración que solo se le admite a un amigo...jeje