Ayer en la sede de EiTB hubo una interesante jornada de reflexión sobre la televisión pública, sus problemas, sus oportunidades y su posible futuro. La cosa no pinta bien para nadie en el mundo de la televisión, tanto pública como privada, y así se analizó de forma clara, honesta y hasta descarnada en las conferencias y los debates posteriores.
No es mi intención hacer un repaso exhaustivo de lo mucho que se dijo pero sí me apetece rescatar una idea no por obvia menos olvidada. Lluis Borrell, un experto en análisis de medios internacionales, recordó así como de pasada que en el Reino Unido las televisiones comerciales tradicionales se consideran de servicio público puesto que utilizan el espacio radioeléctrico público, que les ha sido cedido por algo y para algo. Y ni dudan en atender esa función.
Por razones inapelables de física, en el espectro radioeléctrico cabe un número limitado de frecuencias -en las islas británicas y aquí- y consiguientemente un número también limitado de emisoras. Es el Estado quien concede las frecuencias a las empresas de televisión. Lo hace para garantizar el derecho a la información y para estimular la cultura y el pluralismo informativo. Pero en todo caso debe justificar por qué concede una licencia de emisión a una empresa y no a otra.
Es decir que, contra la interesada creencia que se ha instalado en la opinión pública de que las televisiones privadas son “dueñas” de su canal, que pueden hacer y emitir lo que les de la real gana y que están exentas de cualquier obligación que no sea la de ganar dinero para sus accionistas, hay que recordar que no es así, que lo mismo que un puesto en el mercado municipal o un taxi tienen una concesión y, en consecuencia, obligaciones para con sus usuarios, las cadenas privadas tienen también una concesión de algo que nos pertenece a usted y a mí, que es el espectro radioeléctrico, que no es del primero que llega. Y conviene recordar que si un día se les concedió esa licencia fue para que nos ofreciesen un servicio.
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