No se deje engañar, al principio todos son muy simpáticos y razón tienen cuando señalan lo mucho malo que hay pero no se crea nunca que su intención es renovar y reparar las estructuras de poder que funcionan tan mal como dicen, ni siquiera suelen tratar de controlarlas, como hicieron quienes sí las deterioraron. Ellos lo que buscan es sencillamente suprimirlas.
Mi columna de esta semana en el diario Vozpópuli es una pequeña guía para desenmascarar tiranos
No se equivoque usted pensando que un tirano es un militar malencarado y lleno de ridículo orgullo. Los dictadores no se caracterizan por sus medallas o sus bandas brillantes cruzándoles el pecho. Si quiere reconocerlos no se fije en las gafas de sol, ni en su aspecto físico, ni siquiera en su orientación ideológica y menos aún en su campechanía o en la genialidad de sus ideas. Atienda mejor a otras actitudes que todos ellos comparten y que le ayudarán a verlos venir en cuando inicien su carrera. No es difícil. Basta con no dejarse llevar y fijarse sobre todo en las tres cosas que les definen: el gusto por mandar, la apelación a grandes conceptos inasequibles y la deslegitimación del oponente. Casi todos los políticos caen a menudo en alguno de estos defectos pero si ve alguno que concita simultáneamente los tres, póngase en guardia.
A los tiranos les gusta mandar, no gobernar sino mandar, que no es lo mismo. Gobiernan al principio, mientras no les queda más remedio. Es decir mientras tienen que lidiar laboriosamente con el resto de estructuras y contrapoderes que todo grupo o país democrático tiene establecidos. Pero su objetivo siempre es terminar, poco a poco o rápidamente, con esos contrapoderes y frenos que podrían amargarles el disfrute completo del poder. Porque mandar no es solo gobernar. Mandar es que el dirigente no se vea obligado a dar explicaciones, pedir permisos o negociar nada con nadie. Admiten críticas de amigos y colaboradores, incluso de aparente buen grado, pero siempre que estas no vengan de ninguna estructura que les dispute el poder. Consejos sí pero contraórdenes, jamás.
Toda organización democrática, y por supuesto un país, se ha de dotar de instituciones en las que se exprese la diversidad de intereses y de puntos de vista. Hay espacios reglados y otros que no lo son pero, unos más y otros menos, todos esos contrapoderes, en conjunto, contribuyen a la calidad democrática. Y son la pesadilla del tirano.
Su oportunidad le llega cuando esos contrapoderes han perdido calidad: cuando la prensa es sectaria, cuando los comités de tu partido son una jaula de grillos, cuando la Judicatura se desprestigia, cuando el Legislativo se hace inoperante. En general cuando los problemas no se solucionan y todo se ve en la calle como pegas y excusas de esta o aquella “casta” o del “establishment”. Ahí es cuando llega el momento de los tiranos. Es entonces cuando pueden señalar, normalmente con razón, las viejas estructuras anquilosadas, la decadencia de todo lo que les rodea y que les dificulta sus movimientos. “Hay que limpiar”, “hay que acabar con los frenos que nos impiden avanzar”, “hay que abrir una etapa nueva”, suelen ser los mantras que todos comparten.
Como aquí somos muy de buscar culpables se podría decir, y es verdad, que la culpa de que estos salvadores tengan tan terrible ocasión es de todos aquellos que, con esfuerzo y tesón, fueron degradando las estructuras de poder intermedias, copándolas y poniéndolas al servicio de sus intereses privados e inmediatos, mientras desconocían o desdeñaban su importante y a veces no demasiado visible función equilibradora.
Unas estructuras intermedias de poder eficientes, dinámicas, honestas y conscientes de su verdadera importancia resultan invencibles, pero cuando se debilitan es cuando se hacen vulnerables a la crítica y abren la puerta a la demagogia.
Así que no se deje engañar, al principio todos son muy simpáticos y razón tienen cuando señalan lo mucho malo que hay pero no se crea nunca que su intención es renovar y reparar las estructuras de poder que funcionan tan mal como dicen, ni siquiera suelen tratar de controlarlas, como hicieron quienes sí las deterioraron. Ellos lo que buscan es sencillamente suprimirlas.
La otra gran característica del tirano es, precisamente, la apelación a altísimos principios y conceptos, inatacables por definición, de los que se dicen representantes privilegiados y -si cuela- únicos. La Patria, la Grandeur, Dios, el Pueblo, la Militancia, el Partido, la Identidad, La Verdadera Democracia, La Revolución, la Raza, la Nación (todo con mayúsculas, por supuesto) son algunos de los grandes conceptos que han servido a lo largo de la historia para llenar de entusiasmo los pulmones y vaciar de reflexión los cerebros de sus seguidores. Esa vinculación personal inseparable del líder con el concepto que encarna le permite, además, convertir cualquier crítica hacia él en un ataque a la causa misma.
Y por último, la tercera pata de su discurso es la expulsión a las tinieblas públicas de los desafectos. La negación de legitimidad a todo aquel que no se avenga a aceptar los grandes principios indiscutibles que representa. Su seguridad de tener de su parte la verdad y la razón no admite matices ni componendas por lo que nadie tiene derecho a argüirles si no quiere quedar excluido de la enorme y decisiva misión en la que todo el mundo está implicado menos tú, ¡pringao!.
Así que ya sabe. Mire por ahí a ver cuántos encuentra. Y, sobre todo, no se deje llevar por su simpatía, mire mejor las tres patas del tirano: mandar solo, apelar a cosas enormes y arrinconar a los ajenos. Las tres juntas no fallan.
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