El próximo día 12 se cumplen 200 años del nacimiento de Charles Darwin (1809-1882). Un científico y por lo tanto un hombre con más preguntas que certezas. Como todos los científicos, Darwin quiso conocer el mundo y no se conformó con lo que le habían contado.
Charles Darwin por un lado y Alfred Russell Wallace (1823-1913) por otro, llegaron a la misma respuesta a una pregunta muy importante: ¿Por qué las especies son tan diferentes y están tan bien adaptadas a su entorno y a su modo de vida?
La pregunta era importante pero la respuesta que ambos presentaron ante la Sociedad Linneana de Londres en 1858 fue más importante aún: Existía algo que llamaron selección natural. Las especies no eran, por lo tanto arquetipos fijos sino el resultado puntual, en un momento concreto de un proceso de cambio constante, imparable y muy lento en términos de nuestra percepción humana.
La que se había liado. El ser humano, al que Copérnico (1473-1543) ya había quitado la ilusión de vivir en el centro del universo, perdía ahora también el privilegio de ser el árbitro de la naturaleza para convertirse en una especie más. Resulta que el hombre tenía pasado.
Pero el aspecto más demoledor de la selección natural fue saber que no tiene objetivo. Tendemos a pensar que la evolución de las especies tiene como cumbre el Homo sapiens, que somos la cúspide de un proceso de millones de años.
Es bonito pero es mentira.
La evolución no es un cambio a mejor, casual o dirigido, sino solo un cambio. Las especies que existen, incluidos nosotros, somos lo que existe hoy como resultado de la supervivencia, en unas condiciones concretas, de los más adaptados (no de los mejores) y de la extinción de los otros. No hay meta sino casualidad, no hay dirección sino intentos que salieron mal e intentos que salieron bien…por el momento.
No me extraña que las iglesias, todas, hayan querido tergiversar el descubrimiento de la evolución y que, según dicen, una marca española de anís castigase en su día a Darwin caricaturizándole en su etiqueta.
Hoy toca brindar con una copita a su salud y a la de Wallace. ¡Chin chin!
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