Foto El Correo |
Una ciudad es un ente vivo, dicen algunos que con carácter, no sé yo si con voluntad, pero seguro que con memoria colectiva. Como nos pasa a las personas las ciudades también construyen deliberadamente sus propios recuerdos y, lo mismo que hacemos nosotros, los adornan, pulen y transforman para que el relato de sí mismas que cuentan y que se cuentan sea algo más lucido que la siempre inmisericorde realidad.
La sociedad bilbaína es bastante conservadora, poco amiga de aventuras y es proverbial nuestra capacidad para despotricar, incluso de forma organizada, contra cualquier novedad o cambio en nuestras costumbres y rutinas. Sin embargo, contra toda evidencia, es norma que vayamos por ahí dándonoslas de modernos, emprendedores, dinámicos y cosmopolitas. Si no se ríen de nosotros es porque hemos desarrollado una capacidad asombrosa para subirnos a los trenes de la novedad cuando ya han arrancado, agarrándonos al último vagón con mucha habilidad y sin descomponer el gesto. De esa forma los visitantes, que ignoran nuestra polémicas pacatas, llegan a creerse que todos aplaudimos desde el principio el museo Guggenheim, la transformación de la Alhóndiga, la impepinable necesidad del metro, la belleza de las torres de Isozaki, la elegancia de la de Iberdrola o la innovadora pasarela Pedro Arrupe. Alguien debería quemar las hemerotecas.
Sin embargo cuando la realidad es tremenda, resulta más difícil de adornar, acaso innecesario, y por eso las desgracias grandes se incrustan, duras, en el recuerdo colectivo de las ciudades como episodios que forman las páginas negras que todos tenemos, Bilbao también.
En blanco y negro fueron y siguen siendo las fotografías del accidente del monte Oiz, en el que un 19 de febrero de hace 30 años, murieron 148 personas. Andaremos por la mitad de la población los bilbaínos que recordamos personalmente aquel día. El resto habréis leído alguna vez sobre el asunto pero no se os vendrá a la cabeza cuando aterrizáis en las pistas de Loiu, entonces las de Sondica, e incluso podéis subir al Oiz, ver las antenas y contemplar el paisaje sin que vuestra imaginación se ponga a trabajar irremediablemente tratando de reconstruir el horror en aquella ladera.
El impacto humano fue grande y el impacto social también, sobre todo porque –nos guste o no reconocerlo- lo que golpea a la élite social siempre pesa más en la memoria que las desgracias que asaltan a la gente “del común”. Y entonces viajar en avión no era tan accesible como ahora.
Nuestras dos catástrofes más recientes fueron las inundaciones de 1983 y el accidente de aquel Boeing 727 que venía de Madrid. Todavía hay quienes guardamos ambas bien claras en nuestra memoria. Supongo que con el tiempo todo irá difuminándose y un día estarán estas desgracias en la lista de las históricas, entre las que nuestra villa es campeona en el apartado de aguaduchus.
En la ciudad la lluvia siempre incomoda y poco o nada riega. La ciudad es el espacio humanizado por excelencia, el hogar del ciudadano, el espacio sustraído a la veleidad de la naturaleza, que solo accede a la urbe en espacios tan domesticados como los parques y los mercados de abastos.
Posiblemente sea ese espejismo de control, que nos ciega a los urbanitas, lo que hace que sintamos tan aturdidos cuando un golpe como aquel nos recuerda que seguimos a merced de la casualidad, del accidente y de lo imprevisto mucho más de lo que solemos reconocer.
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