El domingo pasado me pilló una manifestación de la izquierda abertzale entrando en Bilbao. Hacía una mañana espléndida y los alrededores de mi casa, que son de mucho ambiente en las mañanas festivas, estaban llenos de gente paseando o tomando el vinito, el vermú y el pincho en la calle con la familia o los amigos.
Enseguida se escucharon los pelotazos de goma de los antidisturbios mientras muchos manifestantes corrían por la zona. Se les distinguía bien por su actitud, obviamente, y también por su indumentaria que resultaba bastante uniforme. Más uniforme de la que se suele ver entre los jóvenes –me sorprendió-.
Pero lo que me llamó la atención fue que, excepción hecha de los manifestantes, la mayor parte de las personas que estaban en la calle se inquietaron bien poco. Algo más apartados del centro de las amplias aceras, eso sí, los vecinos mantuvieron las posiciones y los vermús en la mano (antes muertos) mientras contemplaban el “espectáculo” que, además de los pelotazos y alguna carrera, incluyó el volcado de contendores de basura en la calle, ¿cómo no?
Era algo extraño ver como tres grupos de personas compartían la calle con una extraña normalidad. Unos intentando levantar una revolución a base de destrozar mobiliario urbano, otros persiguiendo a los primeros en cortas carreras y los más, mirando lo que pasaba con su consumición en la mano o incluso sin detener el ritmo del paseo dominical.
Un día me dijo un periodista amigo, al que aprecio por su bonhomía y por su inteligencia, que los vascos éramos tan opulentos que hasta teníamos un grupo terrorista local. No he podido olvidar aquella frase y la volví a recordar nítidamente el pasado domingo.
Es una idea perturbadora y tremenda para un país en el que miles de personas no tienen libertad. Es muestra de una vergonzante anestesia moral colectiva pero es también una forma de decir que, pese a tanto sufrimiento y tanta sinrazón lo que hay detrás de esos vándalos y de quienes les mandan es nada. Como mucho el deseo de imponer a los demás lo de uno piensa y temo que en algunos casos, la pura y simple excitación de la falsa batalla contra la policía.
Es como una comedia, una performance. Sale cara porque luego hay que reponer lo que se rompe, pero todo el mundo sabe que es mentira. Que nadie está haciendo una revolución. Que no hace falta dejar el vermú.
Cuando la algarada se alejó y antes de que los mismos ciudadanos retirasen los contenedores del centro de las calzadas pude ver cómo una niña de 10 ó 12 años, que paseaba con su padre, depositó cuidadosamente el envoltorio de sus patatas fritas dentro de un contendor de papel, aunque éste se encontraba volcado y cruzado en la calzada. En medio de la destrucción gratuita y retadora de los “revolucionarios” el ritmo de la ciudad seguía su curso sin interrupción y la actitud cívica de aquella niña desmentía el mensaje de levantamiento popular airado que los chicos extrañamente uniformados querían hacer creer.
Pena de cámara para haber captado aquel momento. Mi amigo periodista no me lo perdonará.