lunes, 26 de septiembre de 2016

Prietas las filas


La democracia es siempre un sistema político lleno de debilidades, en el que todo es cuestionable y donde hay pocas certezas. Por si fuera poco es norma que las opiniones se puedan expresar libre y públicamente en medio de una algarabía de voces que los partidarios del autoritarismo suelen señalar con desprecio. Sin embargo ese estruendo es parte indisociable de una democracia y su reducción es siempre el primer síntoma de su enfermedad.

Los partidos políticos, que tanto contribuyen a la “creación de la opinión pública” son también más o menos ruidosos en función de su mayor o menor democracia interna pero en todos ellos funciona una suerte de censura hacia el discrepante, en unos casos por autoritarismo, porque simplemente nadie tiene que hablar en contra de quien manda y en otros, más sutiles, porque la expresión de una discrepancia aun considerada “legítima” podría causar el debilitamiento del colectivo en caso de ser expresada externamente.

Esta última es la justificación que muchos militantes socialistas están utilizando para arremeter contra cualquiera de sus compañeros que ose expresar una opinión discrepante.

Como el PSOE ha sido siempre un partido democrático y plural, no hay ningún socialista que se atreva a decirle a otro militante que lo que defiende es abominable y que no debería ni pensarlo (bueno, alguno sí que hay). Lo que no es óbice para que haya muchos socialistas que piensen exactamente eso: que lo que opinan algunos de sus compañeros es intolerable, inaceptable y una traición.

Pero como no es presentable impedirle pensar lo que quiera al compañero de al lado (y seguir creyéndose uno mismo defensor de la libertad de expresión), se apela a la inconveniencia absoluta de cualquier idea o expresión pública que no sea la oficial. La fortaleza hacia fuera sirve así para acallar la discrepancia de dentro.

El PSOE, acostumbrado a abrirse públicamente en canal en cada congreso y que hace ostentosamente públicas sus elecciones primarias, para contento de los medios de comunicación y también para orgullo de sus militantes más libertarios, se está convirtiendo, sorprendentemente, en un entorno cerrado y sectario en el que, no ya la descalificación rotunda, sino la expresión de la más leve discrepancia, especialmente en las redes sociales, asegura que una legión de vigilantes de la ortodoxia se abalanzarán airados, críticos (y a menudo faltones) sobre el impío.


Que un partido caracterizado por ser aquel de todos los de España en el que la libertad se ha podido ejercer con más brío se esté convirtiendo ahora en un entorno tan coactivo es una mala noticia para España y para el PSOE.



jueves, 1 de septiembre de 2016

El fin del bipartidismo también era esto


El fin del odiado bipartidismo parece que es, por ahora, la única buena noticia de este tiempo político. La irrupción de nuevos partidos con considerable representación parlamentaria hizo caer, por fin, una de las peores características de la política española, a decir de la mayoría de analistas.

Los grandes males del bipartidismo eran tan obvios que ni siquiera hacía falta proclamarlos. De hecho solo preguntar por ellos era ya hacerse sospechoso así que todo quedaba solucionado con una apelación genérica a los innegables males de la política, de la transición, a la corrupción y demás indignidades, todas ellas causadas -faltaría más- por el bipartidismo.

Cada cual podía, por tanto, hacer su propio menú personal de los males del bipartidismo. Me avergüenza un poco que siento “tantos” y “tan evidentes” se me hayan ocurrido tan pocos pero humildemente les ofrezco los míos: la tendencia a un reparto invasivo de las instituciones, la pérdida de la pasión política y el distanciamiento del votante, la creación de aparatos poderosos que cierran la puerta a la renovación…el aburrimiento y la falta de tensión informativa (ese dolía sobre todo a los medios) en fin, según los escribo me entran dudas de que se vayan a solucionar así que no sigo.

Destruida bicha semejante, llegaría sin duda el advenimiento de las soluciones imaginativas, de la frescura, la limpieza y la pasión política que despuntaba en columnas, editoriales y barras de bar.

Pero, sobre todo, el nuevo escenario iba a promover la necesidad de acuerdos multilaterales para gobernar, alejadísimos de rodillos parlamentarios o de convalidaciones de mero trámite en las Cortes de los Decretos Ley gubernamentales. La democracia, ahora sí, en acción.

Nadie nos explicó que en un ecosistema muy repartido, cada grupo político ocuparía un espacio menor, más concreto, más definido y más cómodo (para sus militantes) del que no tendría ningún incentivo para moverse. Todo lo contrario, ya que siempre habría votantes en disputa con los grupos ideológicamente contiguos.

Así, la lealtad a los principios se ha convertido en marchamo de honor para los leales y paradójicamente la necesidad de acuerdos globales choca ahora de lleno con la satisfacción de unos militantes encantados en su nueva, y estrecha, zona de confort. En tales condiciones no es difícil que el arreglo se confunda fácilmente con la traición y, en todo caso, lo que queda claro es que del multipartidismo no han surgido acuerdos automáticamente sino más bien líneas rojas.

Tampoco hay que olvidar que la misma opinión pública que exige a los políticos que cedan y se pongan de acuerdo, machaca sin piedad a aquel que cede (no hay más que ver lo que dicen ahora de Ciudadanos) supongo que todo el mundo debe pensar que acordar es conseguir que “el otro” haga lo que yo digo o que me deje hacer a mí lo que me parezca (tal y como atinadamente plantea Rajoy).

Pocos creían que habría terceras elecciones. Ahora es prácticamente seguro que las habrá. Lo que está en duda es qué sucederá antes: que nuestros partidos aprenderán, por fin, a moverse en un panorama de 4 y añadidos o que volverá el bipartidismo.  Este año perdido podría ser el doloroso principio de un tiempo realmente nuevo o una experiencia fallida no menos dolorosa. Lo iremos viendo en diciembre.