Ahora que todo lo que creíamos asegurado se desmorona se está convirtiendo en hábito hablar también de los muchos y grandes errores cometidos por los sindicatos españoles y seguramente con bastante razón. Se critica sobre todo que, apostados en un tratamiento institucional muy ventajoso hacia ellos mismos, se centraron exclusivamente en la defensa de los sectores y empresas que les resultaban más confortables, aquellos donde tenían la mayoría de sus afiliados, y que abandonaron o desatendieron justamente los segmentos en los que las condiciones laborales eran peores y donde más se les hubiese echado en falta. Efectivamente salvo casos excepcionales, los sindicatos mostraban su fuerza en los ámbitos industriales, donde siempre, y en las Administraciones Públicas, precisamente donde las condiciones laborales, la negociación y la afiliación eran mejores.
La crítica feroz a su institucionalización olvida que en su momento los sindicatos asumieron públicamente la responsabilidad de representar a todos los trabajadores, afiliados o no, y que esa responsabilidad casi "de Estado" era lo que justificó que se les diera un tratamiento de entidades de interés público ya que se les consideró instrumentos básicos de la economía en un sistema democrático. Esa función se puso de manifiesto en el Estatuto de los Trabajadores, en buena parte de la legislación laboral y en los acuerdos socioeconómicos generales del país, que contaron con la colaboración de los grandes sindicatos "institucionalizados".
Como ya hay columnistas de sobra para criticar éstos y otros defectos conocidos de nuestros sindicatos no me extenderé sobre ellos. Prefiero señalar otras dos equivocaciones evidentes que cometieron las organizaciones sindicales pero que al parecer nadie ve. A saber: La primera es que los sindicatos españoles actuaron en la esperanza de que conseguir buenas condiciones laborales y salariales allí donde podían lograrlo llegaría a crear un estandar que paulatinamente se extendería al resto de los sectores, y que tal vez con tal extensión, lo haría también su afiliación. No fue así. Evidentemente se equivocaron: Allí donde no estaban o no tenían la fuerza suficiente las condiciones de los trabajadores se fueron deteriorando irremisiblemente sin importar lo que pasase en las empresas o sectores en que la acción sindical sí existía. No solo no se produjo ese deseado arrastre sino que las condiciones logradas por los sindicatos se convirtieron en envidiables por parte de una creciente masa de trabajadores excluidos de ellas, y cada vez menos entusiasmados con los que se suponía que eran sus representantes.
La segunda gran equivocación fue que creyeron, como creyó el resto de la sociedad, que ya no existían partidarios de retroceder a sistemas de explotación total, absoluta e inmisericorde de la "mano de obra". Desdeñaron ese peligro que, sin embargo, existía. Sin duda creyeron que todo aquello de las certificaciones de calidad, la mejora continua, la Responsabilidad Social Corporativa, la formación, el I+D+i y demás modas y siglas empresariales apuntaban a un modelo productivo en el que los derechos de los bien formados trabajadores tendrían altibajos pero que ya no retrocederían sustancialmente y que más o menos lentamente se avanzaría de forma natural hacia la práctica universalización de las clases medias.
No fueron capaces de ver que un silencioso pero inmenso sector de la auténtica clase dirigente, como la cabra del refrán, tiraba al monte de la esclavitud, y que ninguna de aquellas "moderneces" de gestión podía vencer el deseo irrenunciable, íntimo y profundo de más beneficios a base de menos salarios o, en una situación "ideal" para ellos, de ninguno.
Obviamente nadie sostenía en voz alta algo tan socialmente reprobable pero lo cierto era que ese otro sindicato partidario del cuenco de arroz y del mendrugo tenía firmes y numerosos partidarios que lo que ahorraban en saliva lo gastaban en hechos. Y que siguen haciéndolo. Solo así se explica que quienes ahora despotrican contra tan horrendos errores sindicales ni mencionen siquiera la existencia de este otro segmento de interés, que gusta de presentar sus deseos no como tales sino como si se tratase de condiciones objetivas, casi naturales.
Es ese mismo sector que se mantuvo agazapado durante los años de bonanza pero que ahora levanta la cabeza orgulloso agitando los informes del FMI, de la OCDE y de las instituciones de la Unión Europea. No lo creíamos pero siempre estuvieron ahí, incómodos, ganando montañas de dinero mediante ingeniería financiera pero inquietos, controlando sus inmensos beneficios desde su aséptico mundo de anotaciones contables, bonus, productos más o menos ficticios pero siempre vinculados al impoluto papel y nunca a la suciedad inherente al trabajo humano en general. Mientras tanto, silenciosos, esperaban su oportunidad ¿quién sabe? tal vez añorando que los niños, tan baratos ellos, puedan un día volver a las minas, como en la Inglaterra de la revolución industrial pero en cualquier caso esperando que toda esa mandanga de los derechos de las personas y de las prósperas clases medias quedase arrumbado por fin como un mal sueño.
Los sindicatos, y lo que no son los sindicatos, se equivocaron al olvidar esto.
Pero siempre es posible aprender y visto el error y sus consecuencias tal vez sería una buena idea que en otros ámbitos fuésemos aprendiendo. En la educación, por ejemplo, es cada día más evidente que detrás de muchas decisiones actuales está un sector deseoso de que los hijos de los trabajadores simplemente no puedan avanzar en su educación y se evite así el peligro de que sus privilegiados hijos se tengan que enfrentar un día en el mercado de los empleos excelentes, no ya con sus compañeros de colegio, sino con los hijos de un contable o de un abogaducho de sus propias empresa o incluso ¡válgame Dios! con los de las asistentas de la familia; ¡hasta ahí podíamos llegar! Ya sé que esto no lo dice nadie ¡faltaría más! pero visto lo ocurrido en materia sociolaboral yo procuraría estar muy atento, no a lo que digan sino a lo que hacen.