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Con un virus suelto y activo por ahí resulta tranquilizador escuchar esa bonita mentira de que es falsa la dicotomía entre salud y economía. Nos gusta escucharla porque niega que tengamos que escoger entre dos males, que es cosa siempre muy incómoda. Solo que, de falsa, nada. Es una elección terrible, inhumana, pero cierta.
El confinamiento salva vidas. Tan seguro como que mientras tanto nos arruina, nadie pone ninguna de esas dos cosas en duda: mientras frenamos la expansión del virus, frenamos la economía. Cada día que le ganamos al virus unas decenas de muertos para la siguiente quincena, destruimos la economía para los siguientes meses. Es justamente porque somos íntimamente conscientes de ello por lo que nos apuntamos a la fácil salida de negar lo evidente. Pero el virus está ahí; mata, y esa es la única razón por la que estamos encerrados en casa y tan hartos que el cansancio nos está haciendo evolucionar del #yomequedoencasa al #aversisalimosdeunavez.
El día en que bajemos de los 100 muertos diarios será una noticia estupenda
Acostumbrados ya a que cada día muera la misma gente que si se estrellase un avión lleno de pasajeros, consideramos una buena noticia que ya no sea un Jumbo, como pasaba hace semanas. El día, seguramente muy próximo, en que bajemos de los 100 muertos diarios nos va a parecer una noticia estupenda y lo peor es que, aunque espantosa, será realmente una buena noticia.
Por eso, como cada día tenemos “mejores noticias” hemos empezado a encontrar razones de peso para que salgan los niños, pues claro que sí, y vemos evidente que también se pueda salir en bici o a correr, o que los ancianos, tan castigados por el confinamiento, puedan tomar el sol un poco (todas estas actividades con las adecuadas precauciones, por supuesto).
Queremos normalidad, todos. Y queremos sobre todo que la economía empiece a andar de una vez. La incertidumbre y el miedo a ser más pobres nos abruman entre las cuatro paredes y con toda lógica aumentamos la presión para volver a salir. Tan evidentes y lógicas nos resultan estas deseadísimas medidas de desconfinamiento que su brillo parece que nos ciega ante la evidencia, esa sí que indiscutible, de que no estamos encerrados en casa por capricho, sino porque cada día mueren miles de personas en todo el mundo.
No nos gusta reconocer que el desconfinamiento, por cuidadoso que sea, costará contagios y vidas. Vidas que se salvarían si nos quedásemos más tiempo en casa: que los niños salgan costará vidas, puede que pocas, pero más que si no lo hicieran, que salgamos a correr supondrá más muertos que si nos quedásemos en casa. Nunca sabremos cuánta gente enfermará y cuánta morirá porque retomemos la actividad cotidiana en calles y plazas pero todos sabemos que habrá muertos adicionales. Hay que salir, pero sin engañarnos pensando que regresar a la vida “normal” y a la actividad económica, no tendrá consecuencias.
Parada la curva estadística, que no mata, ahora toca a nuestros gobernantes asumir la ingrata tarea de decidir qué hacer mientras sigue la descendente pero larga cola de la pandemia real, que sí mata y que seguirá matando. Volver a la normalidad más o menos rápido es su decisión, mantener la economía parada más tiempo, con riesgo de ruina, también lo es. Cuando volvamos a la calle, el virus seguirá ahí, esperándonos. Por mucho cuidado que pongamos en la vida (que ya veremos si es así o no) la normalidad traerá su porcentaje de muertos adicionales. Nos guste o no.
Del mismo modo que los generales en una guerra estiman el número de bajas, como es su obligación, antes de decidir a quién mandarán a la muerte primero, a los gobernantes civiles de hoy les toca escoger entre muertos y economía. Una decisión pavorosa, sin duda, pero no hay otra. Y los demás, los que afortunadamente no tenemos que decidir cosa semejante, esperamos que ellos sí lo hagan. Para eso los elegimos, para que decidiesen.
Por eso, como cada día tenemos “mejores noticias” hemos empezado a encontrar razones de peso para que salgan los niños, pues claro que sí, y vemos evidente que también se pueda salir en bici o a correr, o que los ancianos, tan castigados por el confinamiento, puedan tomar el sol un poco (todas estas actividades con las adecuadas precauciones, por supuesto).
Queremos normalidad, todos. Y queremos sobre todo que la economía empiece a andar de una vez. La incertidumbre y el miedo a ser más pobres nos abruman entre las cuatro paredes y con toda lógica aumentamos la presión para volver a salir. Tan evidentes y lógicas nos resultan estas deseadísimas medidas de desconfinamiento que su brillo parece que nos ciega ante la evidencia, esa sí que indiscutible, de que no estamos encerrados en casa por capricho, sino porque cada día mueren miles de personas en todo el mundo.
No nos gusta reconocer que el desconfinamiento, por cuidadoso que sea, costará contagios y vidas. Vidas que se salvarían si nos quedásemos más tiempo en casa: que los niños salgan costará vidas, puede que pocas, pero más que si no lo hicieran, que salgamos a correr supondrá más muertos que si nos quedásemos en casa. Nunca sabremos cuánta gente enfermará y cuánta morirá porque retomemos la actividad cotidiana en calles y plazas pero todos sabemos que habrá muertos adicionales. Hay que salir, pero sin engañarnos pensando que regresar a la vida “normal” y a la actividad económica, no tendrá consecuencias.
Toca a nuestros gobernantes asumir la ingrata tarea de decidir
Del mismo modo que los generales en una guerra estiman el número de bajas, como es su obligación, antes de decidir a quién mandarán a la muerte primero, a los gobernantes civiles de hoy les toca escoger entre muertos y economía. Una decisión pavorosa, sin duda, pero no hay otra. Y los demás, los que afortunadamente no tenemos que decidir cosa semejante, esperamos que ellos sí lo hagan. Para eso los elegimos, para que decidiesen.