Tiempo de lectura 1:30 min
Acabo de ver enterito el desfile de la fiesta nacional por la televisión. Como un niño, claro que sí, como un niño. Admirado por esos tipos que se han lanzado desde un avión para caer justo donde lo tenían previsto, llevando una bandera de 50 metros cuadrados, (como mi piso, incluida la terraza) que le resistía al principio al paracaidista a desplegarse. Que apuro.
He reconocido los modelos de aviones que me aprendí en mis viejos tiempos de soldado raso en la base aérea y me he dado cuenta, otra vez, de la fuerza que tienen los ritos y los símbolos para los seres humanos, yo incluido.
Por supuesto que no han faltado los taconazos, los sables, la cabra de la legión, los vivas al Rey y los gritos contra el presidente del Gobierno, que cuando es socialista forman ya parte del propio rito, como ha recordado oportunamente el locutor.
Ahora que los Estados se asemejan sobre todo a máquinas burocráticas de ofrecernos servicios y seguridades (lo que no deja de ser su obligación) ver a tanta gente joven y no tan joven desfilando con uniformes actuales y de época, algunos hasta con sombreros napoleónicos y otros con viejos Mauser, me ha parecido que realmente es un derecho de los militares, que un día puedan exhibirse a la antigua manera, con sus correajes, su música y sus tradiciones a la vista, ya que el resto del año a esos mismos soldados les mandamos por el mundo con uniformes mucho más discretos, a jugarse la vida en trabajos arriesgados, difíciles y de los que la mayoría de españoles prefiere saber poco.
Hoy era especialmente su día y han hecho un desfile estupendo.