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Es sorprendente ver cómo la mayoría de las personas de izquierdas que conozco, que son intensamente emocionales, que se expresan con pasión y que manifiestan con rotundidad su rechazo a las políticas que entienden dañinas, sin embargo, cuando miran a los votantes de derechas se sorprenden de que estos no castiguen la mala gestión de los gobiernos a los que votan, ignorando que las personas de derechas son tan emocionales como ellos mismos.
Buena parte del éxito de Vox viene de haber comprendido perfectamente y aplicado esta emocionalidad, esa movilización del corazón que es todo lo contrario a la gestión, que mantiene atrapados a los políticos tradicionales en las tareas cotidianas y les hace olvidar los sueños, que son lo que moviliza a las personas.
Hay tres emociones profundas que los de Abascal están manejando con maestría: la identidad, la nostalgia y la rabia y, según las encuestas, parece que les están dando muy buenos resultados:
La identidad
La identidad española se mantuvo durante años como un sentimiento amable, tranquilo y positivo. Ni siquiera el terrorismo nacionalista radical de ETA logró que el resto de españoles abjurara de sus compatriotas vascos. Recordemos el slogan de aquellas manifestaciones contra el terrorismo: “Vascos sí, ETA, no”.
Sin embargo, la locura del “procés” en Cataluña y la llegada a España de miles de personas de otros países, otras culturas, otras religiones y…otros colores, han despertado un sentimiento de fragilidad respecto al concepto de lo que es ser español. De poco sirve que no haya pasado nada grave si sentíamos que muchos catalanes no se ven como compatriotas nuestos. Si añadimos a los que, viniendo de otros países y siendo ahora españoles, se afanan en mantener sus culturas, religiones y costumbres (como -por cierto- hicieron los españoles que fueron a Europa) todo contribuye a fragilizar el sentimiento de identidad y es fácil abonarse al nacionalismo identitario español, tan tonto y tan peligroso como cualquier otro, pero igualmente poderoso para movilizar corazones, y votos.
La nostalgia
Además de no dolernos la espalda, cuando éramos jóvenes todo estaba más claro: los buenos hombres eran padres proveedores, las mujeres sabían cuál era su papel en la vida y en el hogar, las grandes empresas tenían economatos para sus obreros, que entraban de aprendices allí donde se jubilarían y que con el tiempo podrían comprarse una casa en la que tener teléfono y televisor y hasta soñar con un coche, las clases medias se esforzaban para llevar a sus hijos a la universidad a la que ellos no habían podido ir y de la que los chicos salían bien colocados, mientras los extranjeros entre nosotros eran personajes pintorescos que daban color a la vida.
Un ecosistema comprensible y previsible, especialmente para los varones trabajadores y sus hijos. Duro para ellos, sin duda, pero, aunque no lo vieran, bastante más duro para sus mujeres, sus hijas o sus compañeros 'maricones'. La nostalgia por aquellos “buenos tiempos” hace olvidar el miedo de los abuelos que quedaron en el pueblo, el hambre que los llevó a ellos la ciudad, los compañeros muertos en accidentes laborales cotidianos, la represión de los que levantaban la voz y lo poco orgullosos que estábamos entonces de España, con razón.
La rabia
Por último, el sentimiento más movilizador, junto con el miedo es la rabia. La rabia es poderosa, no repara en objetivos, ni en coherencia, ni en daños, ni necesita reflexionar, ni siquiera precisa tener razón. Le basta con ser el desahogo, la reacción a la decepción personal de cada uno y con encontrar un culpable cualquiera: un monstruo al que quemar, con preferencia visible, cercano y débil. Se dispara contra todo, pero a la hora de señalar se prefiere a los diferentes, frágiles o pobres.
Quienes, como Vox, están sabiendo trabajar las emociones a la hora de hacer política tienen mucho ganado contra los que todavía creen que pueden convencer a los demás con datos y con evidencias, en lugar de contagiándoles de sus propios sueños.