sábado, 19 de enero de 2013

¡No hay derecho!


Cuando una sentencia no alcanza la severidad que la percepción social requeriría o cuando un castigo se aplica a alguien cercano y popular, ésta suele ser la expresión más utilizada: ¡No hay derecho!

Parece mentira que una sociedad en la que la educación es universal y en la que la cultura ha avanzado como nunca antes lo hizo, siga vigente con tanto ardor la reivindicación de que la Ley pierda su carácter de norma racional, equilibrada, rigurosa y previsible para convertirse en una simple vía a través de la que se legitime la simpatía o antipatía popular que cada reo despierte. Una especie de autopista pública por la que puedan discurrir sin trabas un día la indignación y la venganza y tal vez otro día el olvido, la justificación o el aplauso.

Si el delito juzgado es notorio, o si lo es el delincuente, la administración de Justicia se ve sometida a una gran presión social, mediática y aun política para que se olvide de engorrosos procedimientos y aplique rápidamente al extraño la ley de la horca o el perdón honorable al nuestro. Así pasa que sin importar lo que diga la Ley, o incluso mintiendo sobre lo que dice, unos quieran a sus presos en casa porque ¡no hay derecho! y otros muchos quieran que a esos mismos presos se les nieguen lo que tienen todos los demás porque ¡no hay derecho!.

Pues resulta que es precisamente cuando tales cosas suceden cuando “no hay derecho”. Y no lo hay porque es entonces cuando el derecho muere para ser sustituido por la justicia del Cadí, por la decisión moral del momento, por la condena o absolución a voleo, sin otro procedimiento que el grito, el espectáculo y el titular.

Lo peor es cuando la mal llamada “alarma social” se maneja por los poderes públicos para que la Ley de Lynch les ayude descaradamente a la colecta de apoyos políticos. Un ejemplo es esa cosa que han llamado “prisión permanente revisable” pero que en realidad podría llamarse “cadena perpetua para delitos que generen titulares de letras muy grandotas”.

La limitación de la arbitrariedad y la prohibición de que un juez improvise para contentar a su público son conceptos que se generalizaron en el Siglo XVIII, pero parece que van pasando de moda y que solo los muy rancios, como yo, los valoramos. Puede ser pero ¡ojo!, si es usted partidario de esa justicia casi televisiva de hoy, tenga mucho cuidado en caerle siempre simpático a todo el mundo porque si un día tiene un problema no podrá contar con la independencia de los tribunales ni con las “anticuadas” garantías procesales. Y podrá decir entonces ¡No hay derecho! Porque, efectivamente, ya no lo habrá.



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