El Mundo del País Vasco. Miltxi |
Yo tampoco recordaba que esta semana se han cumplido 5 años desde el pacto entre el PP vasco y el PSE-PSOE, que hizo posible que Euskadi tuviera un Lehendakari no nacionalista. Y resulta mi olvido criticable porque de aquella firma se derivó algo tan cercano como que fui miembro del Parlamento Vasco durante una legislatura inolvidable.
Olvidé la fecha, cierto, pero no olvido las cosas importantes que pasaron a partir de aquel momento. Y de las que tuve la suerte de ser testigo.
A mi sí me gustó, y mucho, el pacto entre los populares y los socialistas vascos. Me gustó porque, de entrada, sacó al país del callejón ciego al que lo había arrastrado el anterior lehendakari. De eso hay quien se ha olvidado pero yo me acuerdo.
Y me acuerdo también de cómo reventaron las costuras de una sociedad acomodada a la rutina, sorprendida, incómoda, desazonada, que se consideraba a sí misma democráticamente superior a las de su entorno pero que no digirió fácilmente el relevo democrático producto de una nueva mayoría parlamentaria.
En medio de aquella “desazón” recuerdo bien que destacó la reacción desaforada del nacionalismo vasco, que consideró tan intolerable la nueva mayoría, que hizo falta que alguien de dentro pusiese cordura para evitar que al Lehendakari López le negasen los jeltzales el tratamiento propio de su cargo. La cara oculta del nacionalismo institucional, democrático y prudente asomó entonces, justo mientras gobernaban dos diputaciones siendo minoría en ambas. De eso también me acuerdo yo.
Como me acuerdo bien el asesinato de Eduardo Puelles, antiguo compañero del Instituto, y de cómo la voz del Lehendakari condenando a sus asesinos se notó aquella vez que no salía de su boca sino de su corazón.
Recuerdo también cómo la democracia decidió no avergonzarse de sí misma y se ocupó de retirar las amenazas y las bravatas que eran “decoración” habitual en las calles del País Vasco. De eso también me acuerdo y, por supuesto, de quienes se escandalizaron por considerar aquello una provocación.
No me olvido tampoco del día en que escuché cómo un nacionalista nos dijo desde la tribuna del Parlamento (estará en el acta) que a quien “objetivamente” perjudicaba ETA era al nacionalismo. Mientras hablaba, a todos los parlamentarios no nacionalistas nos esperaban en la puerta nuestros escoltas. Eso no lo voy a olvidar.
Es larga la lista de recuerdos, buenos y malos, de aquella legislatura. Pero tal vez el peor fue comprobar cómo la vasca se mostró claramente como una sociedad partida, en la que muchísima gente partidaria de cambios radicales e inmediatos reprochó -decepcionada- al Gobierno de López su supuesta inacción mientras otros muchísimos partidarios de no tocar absolutamente nada clamaban alarmados por la práctica desaparición de la Euskadi misma si se tocaba la boina a los ertzainas.
Desde luego lo bueno que siempre recordaré de aquella legislatura vasca fue el momento en que la democracia venció a ETA y terminó, por fin, con el principal problema que los vascos hemos tenido en toda nuestra historia. Un final que estoy seguro que se prolongará, como pasa con todas las convalecencias, pero cuyo momento clave se produjo en aquel momento.
Así que, aunque tenga mala memoria para fechas y cumpleaños, como es el caso, no quiero que me pongan en la lista de los olvidadizos, sino de los encantados por haber participado con alguna responsabilidad en aquella mayoría parlamentaria que, sin faltarle errores, sirvió para levantar algunos tabúes, destapó algunas hipocresías y evitó algunos males que otros olvidadizos sí parece que han borrado cuidadosamente de su memoria.
Olvidé la fecha, cierto, pero no olvido las cosas importantes que pasaron a partir de aquel momento. Y de las que tuve la suerte de ser testigo.
A mi sí me gustó, y mucho, el pacto entre los populares y los socialistas vascos. Me gustó porque, de entrada, sacó al país del callejón ciego al que lo había arrastrado el anterior lehendakari. De eso hay quien se ha olvidado pero yo me acuerdo.
Y me acuerdo también de cómo reventaron las costuras de una sociedad acomodada a la rutina, sorprendida, incómoda, desazonada, que se consideraba a sí misma democráticamente superior a las de su entorno pero que no digirió fácilmente el relevo democrático producto de una nueva mayoría parlamentaria.
En medio de aquella “desazón” recuerdo bien que destacó la reacción desaforada del nacionalismo vasco, que consideró tan intolerable la nueva mayoría, que hizo falta que alguien de dentro pusiese cordura para evitar que al Lehendakari López le negasen los jeltzales el tratamiento propio de su cargo. La cara oculta del nacionalismo institucional, democrático y prudente asomó entonces, justo mientras gobernaban dos diputaciones siendo minoría en ambas. De eso también me acuerdo yo.
Como me acuerdo bien el asesinato de Eduardo Puelles, antiguo compañero del Instituto, y de cómo la voz del Lehendakari condenando a sus asesinos se notó aquella vez que no salía de su boca sino de su corazón.
Recuerdo también cómo la democracia decidió no avergonzarse de sí misma y se ocupó de retirar las amenazas y las bravatas que eran “decoración” habitual en las calles del País Vasco. De eso también me acuerdo y, por supuesto, de quienes se escandalizaron por considerar aquello una provocación.
No me olvido tampoco del día en que escuché cómo un nacionalista nos dijo desde la tribuna del Parlamento (estará en el acta) que a quien “objetivamente” perjudicaba ETA era al nacionalismo. Mientras hablaba, a todos los parlamentarios no nacionalistas nos esperaban en la puerta nuestros escoltas. Eso no lo voy a olvidar.
Es larga la lista de recuerdos, buenos y malos, de aquella legislatura. Pero tal vez el peor fue comprobar cómo la vasca se mostró claramente como una sociedad partida, en la que muchísima gente partidaria de cambios radicales e inmediatos reprochó -decepcionada- al Gobierno de López su supuesta inacción mientras otros muchísimos partidarios de no tocar absolutamente nada clamaban alarmados por la práctica desaparición de la Euskadi misma si se tocaba la boina a los ertzainas.
Desde luego lo bueno que siempre recordaré de aquella legislatura vasca fue el momento en que la democracia venció a ETA y terminó, por fin, con el principal problema que los vascos hemos tenido en toda nuestra historia. Un final que estoy seguro que se prolongará, como pasa con todas las convalecencias, pero cuyo momento clave se produjo en aquel momento.
Así que, aunque tenga mala memoria para fechas y cumpleaños, como es el caso, no quiero que me pongan en la lista de los olvidadizos, sino de los encantados por haber participado con alguna responsabilidad en aquella mayoría parlamentaria que, sin faltarle errores, sirvió para levantar algunos tabúes, destapó algunas hipocresías y evitó algunos males que otros olvidadizos sí parece que han borrado cuidadosamente de su memoria.
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