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Es una simplificación estúpida, o maliciosa, hacer recaer el ser o no ser de un régimen republicano exclusivamente en la forma de elección de su jefe de Estado. Para poder quedarse solo con esa espuma es preciso ignorar deliberadamente que hay multitud de jefes de Estado electos pero de comportamiento inequívocamente tiránico a lo largo y ancho del mundo y que sus llamadas repúblicas carecen por completo de valores republicanos, mientras que muchos jefes de Estado hereditarios actúan de forma intachablemente democrática, como el nuestro, como la Reina de Inglaterra y como los demás reyes y reinas de Europa. Son personas que conectan con una tradición de siglos, pero cuyas funciones nada tienen que ver con las que ejercían sus antepasados y sí mucho con los valores republicanos que son los que corresponden a un régimen de libertades, por más que sus símbolos sean coronas de larga tradición histórica, que reivindican la antigüedad de las naciones que representan, nada menos que eso pero tampoco nada más.
España es, de hecho, una república mucho más parlamentaria que la francesa
Por eso en las cumbres europeas es nuestro primer ministro (que aquí llamamos presidente) quien se reúne en nombre de España y verán que entre ellos nunca hay reyes. No los hay simplemente porque en las democracias no tienen poder alguno para decidir. Se habla en esas reuniones de “jefes de Estado y de Gobierno” porque incluso en las repúblicas nominales hay jefes de Estado con más y con menos poder. España es, de hecho, una república mucho más parlamentaria de lo que lo es la francesa; pocos saben aquí el nombre el primer ministro francés (no, no es Emmanuel Macron) y bastante más cercana al funcionamiento de la República Federal Alemana, cuyo presidente y jefe de Estado también es bastante desconocido entre los españoles (no, no es Angela Merkel).
Los constitucionalistas españoles (que no son los que quieren cambiar media Constitución sino los que preferimos dejarla como está) escogimos que el jefe del Estado, el Rey, no tuviera poder político, pero sí que cumpliese una función simbólica en nombre de la nación, de la res publica española, precisamente basada en la permanencia en el tiempo de ambas instituciones: la Nación y la Corona.
Los constitucionalistas españoles (que no son los que quieren cambiar media Constitución sino los que preferimos dejarla como está) escogimos que el jefe del Estado, el Rey, no tuviera poder político, pero sí que cumpliese una función simbólica en nombre de la nación, de la res publica española, precisamente basada en la permanencia en el tiempo de ambas instituciones: la Nación y la Corona.
Puesto que la Corona no es nada más que un símbolo, el daño es enorme
El pecado de Juan Carlos I ha sido, justamente, haber deslucido con su comportamiento privado el valor simbólico de la monarquía y, puesto que la Corona no es nada más que eso: un símbolo, el daño es enorme. El deterioro de su imagen ante los ciudadanos se ha sumado así a la contumaz destrucción de los valores republicanos que veníamos sufriendo desde la actividad política y parlamentaria, donde el respeto al contrario hace tiempo que brilla por su ausencia y donde cada día demasiados políticos electos presentan como ilegítimo todo lo que no se ajuste al deseo propio. Una actitud, por cierto, nada republicana y sí muy propia de las tiranías.
Por supuesto que la republicana organización política del Reino de España acepta y admite -faltaría más- que haya partidarios de cambiar la forma de designación del jefe del Estado. Por eso mismo sería bueno que tales partidarios fueran algo más allá del agitar de banderas y concretasen un poco. Por saber, más que nada, qué es lo que se nos ofrece como alternativa.
Todos los que han leído la Constitución de la Segunda República Española (o sea, nadie que yo conozca) sabrán que el Presidente electo, cuya sede era el Palacio de Oriente (Palacio Nacional), tenía derecho de veto y que daba igual lo que aprobase el Congreso, incluso aunque fuese por mayoría absoluta, que si a él no le gustaba, no se proclamaba y en paz. Es decir, que con aquella Constitución y un presidente de derechas, Sánchez no aprobaría ni una sola norma, ni un solo Decreto Ley, y con un presidente de izquierdas, Rajoy no hubiese podido hacer nada incluso cuando tuvo mayoría absoluta. Solo si una Ley le llegaba votada por una mayoría de dos tercios del Congreso (casi nada) estaba obligado el Presidente a proclamarla y permitir que entrase en vigor. Echen cuentas.
Porque el presidente de la República no era solo un símbolo, como lo es el Rey, sino que tenía poder real porque para eso había sido elegido en las urnas. Bueno no, no exactamente. Tampoco le elegían directamente los españoles sino las Cortes y un colegio de compromisarios elegidos por sufragio universal que sumaban sus votos a los de los diputados en igual número. Lo que hoy llamamos la “clase política”, vaya.
Respecto a la responsabilidad sobre sus actos y decisiones, todos ellos debían ser refrendados por un ministro, que asumía la plena responsabilidad política y civil de tales proclamas, participando incluso en las consecuencias penales que pudieran derivarse. No tan distinto a lo que establece la Constitución actual para el Rey que, sin embargo, no decide.
Y por terminar, es casi seguro que a algunos vascos y catalanes que no han leído aquella Constitución tampoco les gustaría nada ni el contenido ni el propio tono de su artículo 4, donde decía:
- El castellano es el idioma oficial de la República.
- Todo español tiene obligación de saberlo y derecho a usarlo, sin perjuicio de los derechos que las leyes del Estado reconozcan a las lenguas de las provincias o regiones. (sic)
- Salvo lo que se disponga en leyes especiales a nadie se le podrá exigir el conocimiento ni el uso de ninguna lengua regional. (sic)
Notas:
El primer ministro francés es Jean Castex
El presidente de Alemania es Frank-Walter Steinmeier
La Constitución de le Segunda República Española está donde debe estar: en la web del Congreso de los Diputados.
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