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Tras leer -estupefacto- la resolución del juez que dejó en libertad al exministro y todavía diputado José Luis Ábalos, concluyo sin ninguna duda que lo más lógico y natural es que el diputado no dimita de su cargo.
Si él mantiene que es inocente de los delitos que se le imputan, lo normal es que se mantenga en el cargo por dos razones muy bien fundadas, aunque causen estupor al juez.
La primera razón es que, si alguien es inocente hasta que se demuestre lo contrario, resulta muy comprensible que, incluso aunque ya nadie más lo considere así (incluido el propio juez) al menos él mismo, el encausado, siga comportándose como si fuese inocente y no como si fuese culpable. Al menos el derecho a seguir actuando como inocente mientras le dure tal condición no se lo debería poder quitar nadie y me causa estupor que un juez pretenda que el Congreso lo haga.
La segunda razón es que fuera de las puertas de los palacios de la Administración de Justicia, existe la calle y la opinión pública y los medios y las barras de bar y las ejecutivas de los partidos, y ante ese mundo, el de la vida misma, no caben apelaciones ni existen derechos ni garantías, ni presunciones de inocencia. No hay más reglas que el titular, la notoriedad, la noticia escandalosa y el morbo. Y en ese mundo Ábalos está sentenciado desde el principio. Y es culpable de todo, de lo que se le acusa judicialmente y de lo que no: de cohecho y de putero, de corrupto y de engreído, de ladrón y de mal marido. Y eso es independiente de cuál sea el resultado final del proceso judicial que conoceremos dentro de mucho tiempo y que se verá públicamente como escandaloso si finalmente la sentencia osara no coincidir con lo que la calle ya ha sentenciado inapelablemente: “No hay derecho” será la conclusión si tal “desatino” ocurriera.
Si Ábalos hubiera dejado voluntariamente de ser diputado no solo habría confirmado definitivamente esa culpabilidad que todo el mundo da ya por segura, sino que, además, hubiera perdido el único altavoz que le queda para reivindicarse un día si finalmente resulta absuelto por la Administración de Justicia. No le servirá de mucho, porque para todo el mundo es culpable y culpable será, pero al menos tendrá un micrófono, un escaño, un pequeño espacio público desde el que poder dirigirse unos minutos a los poquísimos que le escucharán. Y poquísimos son muchos más que nadie.
Hay una tercera razón de verdadera justicia: Ábalos es diputado y, como el propio juez señala, tiene una alta responsabilidad como persona elegida por los ciudadanos. Precisamente por eso los diputados (como los jueces) son aforados: para que nadie pueda torcer fácilmente su voluntad acusándolos de cualquier cosa. Pero esa cautela de nada serviría si la sola acusación, sólida o no, bastase para expulsarlos de su posición. Cualquiera puede ver que así sería demasiado fácil acabar jurídicamente con la vida pública y la capacidad de decisión de un electo o de un juez. Sería como aplicar la pena de muerte a los acusados antes del juicio; y de la muerte y de la dimisión Ábalos sabe bien que ya no se puede regresar, por eso sigue en el escaño.
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