Si hay algún plato que conecta con los más primarios y profundos sentimientos humanos es el caldo casero. La olla que lo va cociendo a fuego lento se convierte en el verdadero crisol de las esencias del propio clan. Al asomarme al agua que burbujea sobre la vitrocerámica y en la que nadan los trozos de carne, los huesos y las verduras no me cuesta imaginar la cueva, con un caldero en el que hierven lentamente los restos del último reno cazado y cuya piel se seca extendida en el exterior. No pudo ser muy distinto.
Es como si la olla, todas las ollas, hubiesen sostenido desde tiempos imposibles de recordar una liturgia compartida por personas de todas las razas, de todos los idiomas, religiones y pueblos. Un rito tan repetido a lo largo del tiempo que se convierte en profundamente humano. Tan humano como el mismo hambre, que aunque a algunos europeos de ahora nos parezca extraña, ha acompañado siempre a la humanidad.
El caldo es, además, una de las armas de cohesión familiar de que disponen las mujeres. La madre o la abuela consiguen agruparnos en torno a la mesa y su caldo, un caldo concreto y no otro, es el que sostiene una suerte de comunión íntima que sobrepasa con mucho el mero acto de alimentación y que ningún otro producto puede alcanzar. Desde luego algo tiene el caldo que lo convierte en uno de los elementos que parecen definir nuestros auténticos sentimientos de pertenencia.
Un caldo es un caldo -pensaba yo en mi ignorancia- hasta que estas Navidades he visto el enfrentamiento profundo y sin cuartel entre mi madre y mi mujer a cuenta del caldo de cada una de ellas. Von Clausewitz no imaginó hasta qué punto las ideas de su clásico “De la guerra” podían verse aplicadas en una cocina y yo mismo, sorprendido, he podido comprobar que detrás del caldo hay algo muchísimo más profundo que lo que nunca creí.
Cuánta gallina, si hueso o no de jamón, cebolla o nabo, más o menos zanahoria, uno o dos puerros eran episodios de una auténtica batalla. Allí la discusión sobre sentimientos profundos, escalas de valores, incluso sobre la identidad personal y hasta nacional se manifestaba entre verduras, huesos y pellizcos de sal. Los delantales se hacían banderas y en la pelea sin sangre los cucharones eran auténticas espadas domésticas. Cada puchero (porque finalmente hubo dos) devenía en trinchera e incluso he visto actos guerrilleros de subir o bajar la potencia del fuego ajeno, siempre con un ánimo declarado de ayudar que solo yo, simple varón, me podía llegar a creer.
Han tenido que pasar 47 años para que haya tenido la oportunidad de darme cuenta de que si el hogar es el espacio del fuego colectivo, el caldo es lo que contiene en realidad el código genético del grupo familiar y que sus sacerdotisas siguen ejerciendo la labor de cuidadoras de las esencias (nunca mejor dicho) con la misma pasión que sin duda lo hicieron otras mujeres hace muchos miles de años.
Acelerados y agobiados por las exigencias de lo cotidiano, ¡qué difícil se nos hace apercibirnos de dónde están las cosas importantes!. Por ejemplo, en el caldo de cada madre.
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