jueves, 26 de mayo de 2011

Desconfianza y decepción


En los últimos años el mundo de la televisión está sufriendo un verdadero terremoto. Las bases sobre las que se sustentaba se tambalean. Una televisión con una programación variada y general, que ajusta su programación a los horarios de cada tipo de público, recibe ahora el nombre de “generalista”, mientras que eso antes se llamaba simplemente “la televisión”.

La aparición de la TDT ha supuesto un cambio radical con la irrupción de decenas de canales que compiten por la menguada tarta de la financiación publicitaria.

La tele en el salón con la familia alrededor es una imagen que empieza a ser residual, salvo en grandes acontecimientos. Por el contrario el público (ahora habría que decir los públicos) ya no se sienta pasivamente a contemplar lo que programan a la hora que lo hacen sino que busca donde sea exactamente lo que desea ver a la hora que quiere verlo. Es una tendencia imparable que se ve reforzada por la posibilidad de consumir los productos audiovisuales a través de internet. Las televisiones lo saben y se adaptan con aplicaciones web de televisión “a la carta” para su consumo individual a través del ordenador o de los actuales teléfonos móviles.

En medio de todo este lío, las cadenas se pelean a muerte por una publicidad que necesitan como el comer. Poco dinero, muchas cadenas y ansia de grandes audiencias no son ingredientes con los que se pueda elaborar un producto de calidad, sino todo lo contrario. Así, el deterioro de la televisión ha eliminado el espejismo de que la TDT nos traería más opciones parecidas a lo que conocíamos. No ha habido tal. Hay más opciones -si- compitiendo por la audiencia, pero no son muchas las que alcanzan el umbral mínimo de satisfacción de sus espectadores.

Las teles públicas tienen sus propios problemas en medio de esta encrucijada maldita: Menos financiación pública. Menos publicidad (o ninguna en TVE) y una conciencia de que no pueden sobrepasar determinados límites en su pelea por una audiencia sin la que ellas tampoco tienen sentido.

Y por si fuera poco las televisiones privadas, en su angustia por levantar cabeza, presionan ahora para que se les suprima la publicidad a las públicas y pronto lo harán para que simplemente desaparezcan, aunque sin duda querrán que parezca un accidente.

Pues en medio de esta batalla, hoy en el Parlamento Vasco se ha demostrado que quedan demasiadas inercias y que todavía pesan la desconfianza, la suspicacia y la sospecha. Se ha aprobado una moción bastante cabal y razonable pero el acuerdo no ha podido ser unánime porque las palabras se han retorcido en el debate para intentar ver significados ocultos, traiciones disimuladas o intenciones escondidas: modernización, adaptación, racionalización, adecuación, redimensionamiento, remodelación, han sido disparadas en medio de una polémica que me ha resultado otra vez decepcionante cuando hablamos, precisamente, de un servicio público que atraviesa un momento tan difícil.

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