martes, 13 de mayo de 2014

Condenar el asesinato

Uno de los síntomas de esta sociedad tan enferma como la que formamos los españoles es el deterioro de algunas importantes perspectivas morales básicas.
Noticias Cuatro

Buen ejemplo de ello es que el asesinato de la Presidenta de la Diputación de León ha desatado un alud de “condenas” y de “repulsas”. Parece que hay cola para apuntarse en la lista de aquellos a quienes “les parece muy mal” que se asesine a una persona y nadie quiere quedarse fuera del círculo de los que lo manifiestan con vehemencia y rotundidad.

Después de tantos años de terrorismo, de tanta sangre y de tanta manipulación por parte de quienes la derramaban, hemos debido olvidar que el asesinato no es, ni ha sido nunca, una opción ante la que uno decide si está a favor o en contra.

Ocurre igual que con el maltrato hacia las mujeres, o con el secuestro de niñas o con el fraude fiscal. Por supuesto que podremos manifestar el impacto emocional que nos produce, pero no nuestra condena, puesto que el hecho es inaceptable en sí mismo y nadie, al menos nadie en sus cabales, va a salir a aplaudirlo. Y si alguien entre nosotros lo hiciera, se le aplicaría la Ley o se le administraría el tratamiento médico que, sin duda, ha debido de abandonar.

Sin embargo esta sociedad convalece aún de tiempos cercanos en los que el crimen se aplaudía por parte de amplios sectores de población o se “deploraba” por grupos aún más numerosos. Es decir, que matar era una opción ante la que, incluso, cabían matices y estados intermedios.

De esas posiciones tan asombrosas como inmorales surgió la costumbre -la mala costumbre- de condenar expresamente los asesinatos. Digo mala costumbre porque, tantas manifestaciones contrarias a los asesinatos lograron que se perdiera la perspectiva de que esa es la única opción aceptable, llegando a convertirla en una elección más de entre las posibles, lo que inevitablemente abría hueco para la existencia de las otras, de las que loaban a los asesinos o de las que manifestaban su “incomodidad”.

Se ve que en esas seguimos. Que nos queda mucha rehabilitación social y moral por delante y que los viejos tics de la enfermedad que nos inoculó el nacionalismo vasco radical, siguen ahí, instalados en el imaginario colectivo de la política española, impidiendo que nos movamos con soltura moral o con la simple decencia de las sociedades sanas.

De esto mismo puedes leer aquí y aquí.

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