lunes, 15 de noviembre de 2010

Peras al olmo o la presión internacional

 
Hemos mamado los estados-nación; nos los inculcaron de niños y no solo nos hicieron aprender aquellos mapas de colores y las capitales del mundo sino que también nos transmitieron todos los tópicos del nacionalismo correspondiente a nuestro propio estado. A mí, por ejemplo, tanto me los transmitieron aquellos nacionalistas añorantes de la “España imperial” que me vacunaron contra toda clase de nacionalismos, pero esa es otra historia.

Los estados–nación surgieron en distintos momentos históricos impulsados por algunas clases dirigentes: El caso más nítido, aunque no el único, es el de la Revolución Francesa; y tuvieron que imponerse a las concepciones sociales, económicas, culturales y lingüísticas que estaban instaladas en de aquel momento del modo en que se hacían las cosas entonces: a lo bestia. La unificación de religión, de leyes, el ejército y la escuela, junto con la imposición de un idioma “patrio”, fueron las principales armas de los nuevos Estados.

Esta tarea dio sus frutos, para mal y para bien (en ese orden) y pretender ahora que en pocas décadas y sin aquel adoctrinamiento brutal nos broten hacia Europa las mismas actitudes de cercanía e identificación que tenemos con nuestros correspondientes países es una tarea ilusoria, no por imposible sino por precipitada.

Imaginen ustedes que se presentasen en plena Edad Media a contarle a la gente todo eso de la democracia y de la separación de poderes, del imperio de la ley, del monopolio legítimo de la violencia, de la libertad de pensamiento, de empresa y todos esos conceptos. Simplemente nadie entendería de lo que estaría hablándoles, identificados ellos con la religión verdadera, el diezmo de la Iglesia, el Rey, los vasallos hijosdalgo, el Señor, el feudo, el linaje y la reliquia. Le mirarían a usted como vacas a la carreta (ni siquiera al tren).

A nosotros nos pasa algo parecido, que estamos tan acostumbrados a las estructuras políticas en las que nos hemos desenvuelto durante generaciones que nos cuesta entender que pueda haber otras. Europa es también ahora un proyecto de las clases dirigentes del continente y a los europeos de a pie nos resulta más fácil percibir las imposiciones europeas que sus ventajas. No existe aún un relato de Europa porque es difícil desaprender lo que nos inculcaron desde niños; no olvidemos que las últimas degollinas mundiales se originaron en Europa y en ellas participaron, matando o muriendo, nuestros mismos abuelos.

Y si nos es difícil entender la Unión Europea, para la que incluso votamos cada pocos años, ni les digo lo cuesta arriba que se nos hace lo de las instituciones internacionales:

Cuando la injusticia se extiende ignorante de fronteras, exigimos que la ONU y la UE tengan ese poder que no tienen pero que es el que nosotros entendemos mejor: El poder coercitivo de los Estados. En cada crisis con connotaciones humanitarias brotan las opiniones que reclaman una acción inmediata y, sobre todo, eficaz de las instituciones internacionales.

Y como nuestro marco sigue dominado por el Estado–Nación, celoso de su soberanía y dispuesto a ejercerla dentro de sus propias fronteras, atribuimos irreflexivamente esos mismos poderes a la ONU y a otros organismos aunque, eso sí, entendiéndolos con “cobertura planetaria”. Nos confortan los Cascos azules, porque los asimilamos a una policía mundial aunque sepamos que son en realidad soldados de algún Estado colaborador, como España.

La herramienta milagrosa que se esgrime siempre en estos casos es “la presión internacional” ante la que los estados soberanos se plegarían aterrados. En cuanto un problema irrumpe en nuestra prensa o en nuestras pantallas planas de TV, salta como un resorte la exigencia de esa “presión” a la que concedemos poderes casi milagrosos. Si un conflicto, que puede tener 10, 30 o 600 años de historia, no se ha solucionado en pocos días concluimos que "la Comunidad Internacional no presiona lo suficiente” o que “oscuros intereses bloquean la presión internacional”.

Exigimos que las instituciones internacionales actúen como si fueran de verdad una policía mundial que no son, y las despreciamos tontamente cuando no cumplen nuestras, hoy por hoy, absurdas expectativas. El mundo es muy pero que muy injusto, aunque seguramente menos injusto de lo que lo ha sido nunca a lo largo de su historia. Existen instituciones internacionales que levantan la voz pero que no tienen, ni se lo permitiríamos tampoco, el poder violento y dominador que en algunos momentos les exigimos que tengan.

Pese a todo, la labor de la ONU, de la Unión Europea y de la cooperación pública o privada es, no obstante, enorme. Por mucho que, encerrados en nuestro concepto mental de Estado soberano, nos cueste comprender que a menudo la presión de instituciones que no son depositarias de soberanía alguna no puede ir mucho más allá que “mirar mal” al país infractor y por eso se nos escapa eso tan injusto de “no sirven para nada”.

2 comentarios:

Josito dijo...

Está muy claro que la presión internacional varía si el que presiona es EE.UU. o no.
Saludos.

Rubín de Cendoya dijo...

Carlos, según y cuando unos nos quejamos más que otros de la falta de un gobierno mundial. A lo que no le encuentro explicación es a que la "aspiración europea" sea en nuestro país y me temo que en toda Europa muy inferior a lo que fue hace un siglo, por no quedarme en la segunda mitad del pasado. De eso tienen la culpa los políticos.

Hay una controversia entre Einstein y unos científicos rusos a mediados del siglo pasado en que aquel les recrimina que sean tan contrarios a dotar a un organismo internacional de poder coercitivo, reprochándoles que, a la vez que son tan contrarios a la libertad individual, sean tan firmes defensores de la anarquía estatal; pero eso ya es agua pasada.

Un saludo