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El pasado miércoles se inició el que los científicos han denominado como el experimento más grande de la historia de la humanidad. La Organización Europea para la Investigación Nuclear (CERN) puso en marcha el Gran Colisionador de Hadrones (LHC) que está ubicado bajo tierra entre Suiza y Francia. Nada menos que 27 kilómetros de túnel, 130 toneladas de helio líquido para enfriar 1.600 enormes imanes hasta los -271º C. 6.000 millones de euros invertidos en una obra en la que han colaborado 10.000 científicos de 80 países, según leo en la prensa. Una pasta y un lío del demonio.
Todo esto es bastante desmesurado, lo reconozco, y también tengo que reconocer que el tema me sobrepasa. Ya me costó un considerable esfuerzo aprobar, hace muchos años, la asignatura de física newtoniana en una época en la que solo te hablaban al final del último curso de que un tal Einstein había empezado a poner en cuestión todo el temario que acababas de estudiar. Ahí me quedé. Tal vez por eso, décadas después tuve dificultades graves para seguir el hilo de la “Historia del tiempo” de Stephen Hawking.
Apenas sé nada y comprendo aún menos sobre mecánica cuántica, teoría de cuerdas, el bosón de Higgs o la inflación cósmica. Pero procuro aliviar la vergüenza de mi ignorancia echando mano del respeto por aquellos que saben más que yo, que son tantos. Pero hay una cosa que sí se, de la que estoy seguro y que me complace defender: la pasión humana por el conocimiento. Esa sí que existe. Y no solo existe sino que es una fuerza imparable, arrolladora, equiparable solo al instinto de supervivencia y al sexo.
El afán de conocimiento es, además, algo de lo que nos podemos sentir orgullosos, porque es una pasión bien humana y bien positiva. Todo lo contrario que el orgullo de la propia ignorancia, que tan a menudo se asoma a los medios de comunicación y que es una de las actitudes humanas que más me irritan.
No voy a reprochar a los tertulianos y comentaristas de radio y televisión que sepan tan poco como yo mismo de lo que se juega en el CERN pero sí que se atrevan a juzgar aquello de lo que nada conocen. Están tan acostumbrados a emitir sentencias y juicios inapelables basados en el único criterio de “sonar bien” al respetable e ignorante público, que no han dudado en lanzarse a despreciar el experimento del acelerador basándose en la pregunta-admonición de ¿Y eso para qué sirve? Los menos imprudentes de ellos (una minoría) manifestaban su asombro con cierta cautela para no meter la pata e incluso ponderaban las muchas cosas que se han inventado o desarrollado tras ese tipo de experiencias científicas. Algo es algo. Pero la mayoría de los que he oído y visto juzgaba y condenaba el experimento (y la inversión) con la alegría y el desparpajo de quien -como decía Machado- “desprecia cuanto ignora”.
La pregunta ¿Y eso para qué sirve? Se pronunciaba no desde el respeto o la curiosidad sino desde el desprecio y la soberbia. Asombra que los experimentos científicos sin los que jamás hubiesen existido la radio y la televisión merezcan tanto desdén de los idiotas a los que estos mismos medios han dado la posibilidad de difundir sus bobadas de forma tan multitudinaria como eficaz.
A mi amigo Juan Carlos, que es un viejo aficionado y un entrañable fan del equipo Ferrari nadie le pregunta “¿Para qué sirve la Fórmula 1? Es evidente: La Fórmula 1, las carreras de caballos, las traineras de mi mar Cantábrico, el Tour de Francia o la final de los 100 metros lisos sirven para saber quién llega primero. Solo para eso. Nada más y nada menos que para eso. Para saber quién es el campeón. Si luego, además, los bólidos que tanto apasionan a Juan Carlos sirven como banco de pruebas para mejorar la seguridad o el funcionamiento de mi coche y del tuyo, mejor que mejor. Pero la Fórmula 1 (en la que también se gasta un dineral) no existe “para” mejorar los coches. Esa es una consecuencia, no un objetivo.
Me pregunto lo siguiente ¿Por qué la pasión por llegar el primero merece una consideración social tan alta que cualquier esfuerzo, incluso económico y aun de vidas humanas, es automáticamente excusado y justificado, mientras que la pasión por el saber (la Ciencia) tiene que justificar su esfuerzo y su inversión para que no se la considere un despilfarro inútil?
Prefiero terminar con un pensamiento positivo. Si tantos países, tantas universidades, tantos científicos y tanto dinero se han podido dedicar a un gran experimento como el del acelerador de hadrones, será porque, aunque la mayoría de los medios de comunicación lo ignoren, en este planeta aún está presente y sano el mismo afán de conocimiento humano que movió a Newton, a Ptolomeo, a Copérnico a Galileo, a Einstein y a tantos otros que incluso pagaron con su vida por ejercer la más noble de las pasiones humanas.
Puede que sea solo que la estulticia es más visible que el conocimiento. Eso espero.
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