James Watson y Francis Crick en 1953 |
Ayer hizo 60 años que se publicó en la revista científica Nature un breve artículo que revolucionó completamente el conocimiento de la vida. Sus autores eran Francis Crick, que entonces tenía 37 años, y James Watson, de sólo 25.
En aquella única página se describía con sencillez casi insultante la clave de la reproducción de todo ser vivo que, por supuesto, resultaba ser la misma para todos y que tenía la forma física de una escalera retorcida sobre sí misma. La inquietante y elegante imagen de la doble hélice de ADN que ilustraba aquel texto se hizo muy conocida y ocupa hoy un lugar destacado y merecido en los libros de texto.
Obviamente nuestra vanidad tuvo que pagar de nuevo el humillante precio de reconocer que la complejidad de nuestro cuerpo se codifica del mismo modo que la aparente simplicidad de una bacteria o de una brizna de hierba, pero eso es algo a lo que la ciencia nos tiene acostumbrados desde que Nicolás Copérnico nos atizó en el siglo XVI con aquello de que no éramos el centro del universo. Ay!
Seis décadas después de que Watson y Crick nos dijeran dónde estaban escritas las claves de la vida el avance de otras ramas de la ciencia nos ha permitido crear el inmenso campo científico de la genómica con herramientas asombrosas para luchar contra la enfermedad, el hambre, el dolor y la muerte. Es decir, contra los enemigos seculares del género humano, que esos no cambian.
Dos reflexiones me vienen a la mente en este aniversario: Por un lado me asombro de que contra toda lógica, en una sociedad que debe tantísimo a la ciencia, aún perviva con tal intensidad la superstición de siempre, que hoy nos hace desconfiar de todo lo que venga de la investigación científica. El ejemplo más notorio y sorprendente es el auge de tantas supuestas terapias que basan su prestigio justamente en su declarada militancia anticientífica.
Pero también pienso que hemos necesitado 60 años de investigación para que aquel descubrimiento nos abra ahora las puertas a soluciones nuevas, como la ingeniería genética o la inminente prevención individual de enfermedades. Y, claro, no puedo evitar preguntarme si con alguno de los recortes actuales en investigación no nos estaremos cargado justamente ese descubrimiento que habría transformado el mundo de nuestros nietos o cuál de los investigadores que abandonarán en breve nuestras universidades (movilidad exterior… le llama la ministra Bañez) tal vez se estará llevando consigo la misma genialidad que en su momento demostraron los dos jóvenes investigadores al entender entonces la escalera retorcida del ADN.
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